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Juan Martínez Montañés González

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Biografía

Martínez Montañés González, Juan. Alcalá la Real (Jaén), 16.III.1568 – Sevilla, 18.VI.1649. Escultor y arquitecto de retablos.

Considerado tradicionalmente tanto granadino como sevillano, desde principios del siglo XX se desveló su verdadera patria chica al localizarse su partida bautismal. Fue bautizado el 16 de marzo de 1568 en la parroquia de Santo Domingo de Silos de Alcalá la Real. Sus padrinos revelan la respetable posición familiar: el gobernador de la abadía y la esposa del regidor de la ciudad. Era el segundo vástago del matrimonio formado por el bordador zaragozano Juan Martínez Montañés, además alguacil de la abadía y mayordomo del Hospital del Dulce Nombre de Jesús, y de Marta González, descendiente de los Ramírez de Porcuna, conquistadores de Alcalá.

Su vocación es herencia paterna, pues, a pesar de sus otros oficios, el padre del escultor fue fundamentalmente bordador en Alcalá y después en Granada e incluso en Sevilla. Probablemente su inserción en el activo núcleo artístico alcalaíno le facultara el contacto con la familia encabezada por el italiano Pedro Raxis Sardo, casado con una alcalaína, cuyo hijo Pablo de Rojas sería el maestro de Montañés en Granada.

La última obra del bordador zaragozano en Alcalá data de 1580 por lo que en fecha cercana debió tener lugar el traslado familiar a Granada. Allí se formó con el citado Rojas en su taller de la parroquia de Santiago, donde adquiriría la base técnica y el concepto plástico que magistralmente desarrolló más tarde, admiraría el clasicismo del impresionante legado renacentista de la ciudad y conocería un importante conjunto de artistas laborantes en la magna obra del retablo mayor del monasterio de San Jerónimo, como el mismo Rojas y el también escultor Juan Bautista Vázquez el Mozo.

Quizás a instancias de este último, el joven Montañés marchó a Sevilla, una vez concluido su primer período formativo.

José Gestoso en su Diccionario fecha en 1582 el ingreso de Montañés en la Cofradía del Dulce Nombre de Jesús del convento sevillano de San Pablo (hoy parroquia de Santa María Magdalena) y, por tanto, también su estancia en Sevilla, dato que González de León retrasa una década. Sin embargo, la primera noticia documental de Montañés en la capital hispalense es de 1587, cuando otorgó carta de dote en sus desposorios con Ana de Villegas, hija del ensamblador toledano Juan Izquierdo. Recibió como dote más de 160.000 maravedís en bienes muebles y 200 ducados de una tía de la contrayente. El matrimonio se verificó el 22 de junio en la parroquia de San Vicente, en cuya demarcación quedaron avecindados. Era una manera de asegurar la plena inserción laboral en un horizonte profesional denso pero activísimo.

Llegó a Sevilla completamente formado y seguro de sus posibilidades, como avala su inmediato examen gremial, celebrado el 1 de diciembre de 1588, contando el artista veinte años, superado con notable éxito ante los veedores del arte de los escultores y entalladores de Sevilla, Gaspar del Águila y Miguel Adán. Examinado “en el arte de escultor y entallador de romano y arquitecto [...], hizieron que en su presencia hiziese obra de figuras, una desnuda y otra bestida, y en lo de arquitectura hizo en nuestra presencia planta y montea de un tabernáculo y ensamblaje dél según lo manda la ordenança y labrado de talla a lo romano e todo lo a fecho y hizo e practicado, y dado a las preguntas e repreguntas que se le hizieron buenas salidas y respuestas como buen artífice, por lo cual el dicho juan martínez montañés es ábil y suficiente para poder usar y exercer los dichos artes en todos los reynos y señoríos de su majestad”. Formulismos retóricos aparte, este “acta” de examen evidencia la notable capacitación del artista en edad temprana y explica su rápido encumbramiento en un medio artístico más competitivo, como era el sevillano.

En Sevilla, la puerta al inmenso mercado de Indias, un potente núcleo escultórico fundado en el magisterio del abulense Juan Bautista Vázquez el Viejo (fallecido en 1589), un hermoso legado artístico medieval, abundantes testimonios de la antigüedad romana y un activo foco cultural en academias y tertulias (como la del duque de Alcalá en la Casa de Pilatos o la del docto canónigo Francisco Pacheco) aguardaban al joven alcalaíno y terminaron de conformar su peculiar estilo y temperamento. El principal estudioso de Montañés, José Hernández Díaz, ha señalado como elementos decisivos en la definición estilística montañesina, junto a los conceptos plásticos y temas iconográficos aprendidos en Granada en el taller de Rojas y en contacto con las obras de San Jerónimo, la tradición de intensidad expresiva de Villoldo, el sentido de poética belleza de Vázquez el Viejo, la monumentalidad miguelangelesca de Jerónimo Hernández y Núñez Delgado, y el matiz barroquizante de dinamismo del también jiennense Andrés de Ocampo. Todo ello dibuja con nitidez los perfiles de un artista culto, bien preparado profesional, intelectual y espiritualmente.

La capacitación de Montañés queda corroborada por las obras contratadas y colaboraciones documentadas en los años inmediatos. Avecindado desde julio de 1589 en la plazuela del Campanario en la parroquia de la Magdalena, inició un período de creciente actividad, con obras como una Virgen de Belén para el duque de Arcos (1589), una Virgen del Rosario de vestir para el convento de Santo Domingo de Alcalá de los Gazules (Cádiz) en 1590, que puede identificarse con una imagen conservada en la parroquia de esta localidad a la luz de una reciente restauración, y ocho imágenes de la Virgen de la misma advocación con destino a conventos dominicos en el Nuevo Mundo, todas ellas en madera, además de otras obras en piedra y marfil, y de sus primeros retablos. En los documentos de la década final del siglo aparecen como fiadores suyos el escultor y arquitecto Juan de Oviedo el Viejo y los pintores Francisco Pacheco y Alonso Vázquez, para el que labró una imagen de Cristo expirante (1591), entre otros, al tiempo que él mismo se obligaba como fiador de otros colegas y empezaba a figurar en tasaciones diversas. Pese a su juventud, el escultor alcalaíno se veía con la capacidad y la necesidad de tomar discípulos, como Ambrosio Tirado y Alonso Díaz, con los que firmó cartas de aprendizaje en 1590. En 1593 participaba en un concurso para la realización de un retablo en el convento sevillano de San Francisco Casa Grande frente al gran escultor de la Sevilla de su tiempo, Gaspar Núñez Delgado, al que se igualaba al acordar ambos indemnizarse mutuamente si su proyecto no era el elegido. Todo ello habla bien del afianzamiento y éxito de Montañés en el mercado artístico sevillano desde primera hora.

No fueron años exentos de cuitas. El escultor se vio implicado en el asesinato de un tal Luis Sánchez perpetrado en el compás de un monasterio sevillano a comienzos de agosto de 1591 y parece que pudo sufrir prisión y embargos por ello. Dos años después la viuda del asesinado le otorgaba carta de perdón. Ello no enturbiaría, sin embargo, su trayectoria profesional, ni la estima de sus coetáneos. Así lo demuestra el compromiso en 1592 de labrar unas imágenes de los santos Juanes para la Cofradía del Dulce Nombre de Jesús “tan bien acabadas como el Cristo de Resurrección que hizo Jerónimo Hernández” para esta corporación, mientras que en la concesión del encargo de más de una veintena de sagrarios en 1598 con destino a Indias se argumentaba “ser el más práctico y de más experiencia [...] de quien se tiene entera satisfacción por haber cumplido [...] con mucha puntualidad”.

Con toda probabilidad, en este mismo año tomó parte activa en la realización de esculturas alegóricas para el túmulo funerario erigido en la catedral de Sevilla a la muerte de Felipe II, ponderado por Cervantes.

A este período corresponden nuevos cambios de domicilio, pasando primero al Arquillo de los Roelas en la collación de San Lorenzo y finalmente a la del Salvador en 1593. Para ella labraría entre 1597 y 1598 la hasta hace poco considerada primera obra conservada de Montañés, un San Cristóbal para procesionar, encargo del gremio de guanteros. Habla bien de un credo estético aún en formación, pero también de una temprana plenitud técnica y una aguda observación del natural. Sobre la formación del ideario estético montañesino debe tenerse en cuenta que el escultor tenía en su poder en 1596 un dibujo del Juicio Final de la Sixtina por Gaspar Becerra en prenda de una deuda del pintor Diego Zamorano. El crecido volumen de obra de esta década postrera del siglo xvi se cierra con numerosos encargos indianos (para Nueva Granada y Panamá), además de otras obras para Sevilla y Extremadura. Montañés se encontraba ya, sin duda, entre los artífices más activos y cotizados de la Sevilla de su tiempo. Con cierto sentido empresarial y previsor, firmaba en junio de 1596 un compromiso de compañía laboral con Juan de Oviedo el Mozo según el cual repartirían pérdidas y ganancias de cuantas obras contratasen (salvo algunas excepciones) durante un periodo de seis años.

Cierto silencio documental en los protocolos sevillanos justo en el cambio de siglo ha sido visto por algunos críticos como evidencia de una segunda estancia en Granada. Lo cierto es que en julio de 1601 asistió en la ciudad de la Alhambra a la boda de su hermana Catalina, a la que aportó 200 ducados de dote y resulta probable alguna estancia más por negocios familiares.

El regreso a Sevilla no se demoró mucho, pues en breve recrecieron los contratos de nuevas obras. El 31 de diciembre de 1601 adquirió unas casas principales en la calle de la Muela (hoy O’Donnell) en la parroquia de la Magdalena, vecinas al Hospital del Cardenal, que amplió con la compra de otras inmediatas justo un año después, para conformar amplia vivienda y obrador capaz de absorber un importante volumen de trabajo. En el mismo año 1601 contrató sagrarios para Venezuela y la isla La Española, a los que siguieron esculturas y retablos en los años inmediatos.

Produjo enseguida nuevas obras maestras. El singular San Jerónimo del convento de Santa Clara de Llerena (Badajoz) lo labró entre 1603 y 1604 bajo la sugestión de Torrigiano y el mismo año contrató el Crucificado del Auxilio, venerado en la iglesia de la Merced de Lima (Perú) por 2.000 pesos, ensayo para el celebérrimo Cristo de la Clemencia de la catedral de Sevilla. Al tiempo suministraba modelos para otros artistas, como Francisco de Ocampo, quien en 1604 se obligaba a hacer un relieve de la Asunción, otro de Dios Padre y una imagen de santa Clara “de la forma que está en un modelo de barro que tengo en mi poder de mano de bos juan martínez montañés”.

Este volumen de obra determinó la ampliación de operarios del taller. Durante la primera década del siglo xvii ingresaron como aprendices en su taller Pedro Sánchez en 1605, el cordobés Juan de Mesa y el toledano Francisco de Villegas (casado con una sobrina de su maestro Pablo de Rojas) en 1606, y el inquieto jerezano Alonso Albarrán el Mozo en 1608, quien primero se fugó (1610) para, después de preso, firmar nuevos convenios con el maestro alcalaíno (1611 y 1614, el último quizás como oficial).

Se iniciaba, ciertamente, una etapa de plenitud creativa, que Hernández Díaz ha considerado como etapa “magistral”, entre 1605 y 1620. Arranca del citado Cristo de la Clemencia, contratado en 1603 con Mateo Vázquez de Leca, arcediano de la ciudad de Carmona y canónigo de la catedral de Sevilla, adonde finalmente recaló la escultura en la desamortización.

Representa una de las imágenes más celebradas por los críticos desde la misma época de su ejecución, en la que el mayor acierto del genio creativo de Montañés lo constituye el singular equilibrio entre lo dogmático y lo naturalista, con un modelado de armoniosas proporciones y comedida anatomía, y una cuidadísima composición, en absoluto tensa, que busca la unión espiritual con el espectador más que lo gestual. Codifica el tipo de Crucificado de cuatro clavos (como un modelo de Miguel Ángel hacía poco llegado a Sevilla y, sobre todo, recordando una obra de su maestro Pablo de Rojas) de tanto éxito en Pacheco (quien policromó esta imagen), Cano, Velázquez o Zurbarán, y representa un verdadero esfuerzo creativo y técnico de subida calidad, expresado por el autor en el mismo contrato al declarar que “ha de ser mucho mejor que uno que los días pasados hice para las provincias del Perú” y manifestar su “gran deseo de acabar y hacer una pieza semejante a ésta para que se quede en España y no se lleve a las Indias ni a otras partes y se sepa el maestro que la hizo para gloria del Dios”. De hecho, renovó el panorama de esta iconografía en una fase decisiva de maduración de la escuela sevillana de escultura. Atestigua la plenitud artística del alcalaíno y su liderazgo en el medio artístico hispalense. En 1607 el gremio de escultores le apoderó en el pleito que sostenía con el de los carpinteros, a los que se les igualaba en el pago de las alcabalas.

Ciertamente, la madurez artística de Montañés determinó esta feliz orientación hacia una estética de progenie clasicista, basada en la armonía y proporción de la anatomía y la expresión, a la búsqueda de la profundidad espiritual que impregna sus obras, de tanto éxito entre sus contempladores. El trabajo en el taller de Montañés se multiplicó en estos años. Sólo en 1604 contrató dos retablos (convento de Santa Clara de Cazalla de la Sierra y monasterio de San Francisco de Sevilla, conservado hoy en la capilla de San Onofre), trece sagrarios para conventos franciscanos en Indias y tres imágenes de los santos patronos de Jerez de la Frontera. Comenzó por entonces a policromar sus obras su paisano Gaspar Ragis, sobrino de su maestro Pablo de Rojas.

En este infatigable proceso creativo produjo nuevas obras maestras, como el Santo Domingo penitente, contratado en 1605 junto al retablo mayor y resto de imaginería de la iglesia del convento sevillano de Santo Domingo de Portacoeli. En 1606 labraba el Niño Jesús de la Hermandad Sacramental del Sagrario, de gran aplauso popular y perfección, hasta el punto de realizarse vaciados en plomo de la misma para obtener réplicas. Entre 1606 y 1608 realizaba la imaginería del retablo de la Inmaculada de la parroquia de El Pedroso (Sevilla), donde descuella la imagen de la titular, policromada por Pacheco, siguiendo modelos de Pablo de Rojas y Jerónimo Hernández. A esto sucedieron nuevos retablos y conjuntos de imaginería, como el del retablo de San Juan Bautista para un convento de concepcionistas de Lima (hoy en la catedral de la capital peruana), cuya arquitectura labró Diego López Bueno, otros para las iglesias sevillanas del Santo Ángel y de San Ildefonso y, por último, a partir de 1609, para el monasterio de San Isidoro del Campo en Santiponce, en las cercanías de la capital hispalense, bajo el patronazgo de la casa ducal de Medina Sidonia.

En sus obras para este monasterio jerónimo se alcanzó uno de los puntos álgidos de la ejecutoria artística montañesina. En noviembre de ese año contrataba, además del pequeño retablo que hoy está en la Capilla del Reservado, el gran retablo mayor, tanto en su fábrica arquitectónica como en su conjunto de imaginería, obra de las más significativas en ambos campos. La asimilación de la tratadística italiana de Serlio y Palladio proporcionó importantes sugerencias en la traza de este retablo, de mano del propio Montañés, con la libertad de quien concibe un conjunto arquitectónico-plástico. Para la imaginería, nuevamente la maestría técnica y la intensa espiritualidad del alcalaíno se hacen patentes en asombrosos relieves de acertadísima composición y fundamentalmente en la imagen central de San Jerónimo penitente genuflexo, que se obligó a hacer “por su mano sin que le ayude nadie”. Constituye un verdadero alarde técnico y de sapiencia anatómica, así como una lección magistral de la relación entre el volumen escultórico y el espacio circundante. Su policromador, el pintor Pacheco, la celebraba como “cosa que en este tiempo en la escultura y pintura ninguna le iguala”. El espléndido conjunto de imaginería sacra (que revela la intervención de discípulos) se completa con las figuras orantes de Don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, héroe de la Reconquista, y de su esposa, Doña María Coronel, cuidadísimas en su lujosa vestimenta y acertados valores retratísticos, al menos en la primera, a pesar de los tres siglos que separan estas obras de los efigiados, allí sepultados. En 1613 firmaba carta de pago de todo el conjunto, ya concluido.

Los trabajos de Santiponce no absorbieron todas las energías creativas de Montañés, como corrobora la cabeza y manos para una figura de vestir de San Ignacio de Loyola realizada para la casa profesa de los jesuitas (iglesia de la Anunciación de Sevilla) con motivo de su beatificación (1610), que Pacheco (de nuevo colaborador en la policromía) consideraba que “aventaja a cuantas imágenes se han hecho de este glorioso santo porque parece verdaderamente vivo” (probablemente sobre el verdadero retrato del fundador de los jesuitas basado en una mascarilla cadavérica), o la imagen de Jesús de la Pasión (iglesia del Salvador de Sevilla) que Hernández Díaz juzga del período 1610- 1615, para la cofradía de penitencia del mismo título, entonces residente en el convento de la Merced Calzada. Resulta paradigma de la escultura procesional, ponderado por un panegirista mercedario como “asombro de los siglos presentes y admiración de los por venir”. A estas se unía en 1616 una Virgen con el Niño patrocinada por el Duque de Medina Sidonia para el convento mercedario de Sanlúcar, que fue a parar al de Huelva (actual catedral) en 1618.

En esta segunda década del siglo XVII nuevos discípulos arribaron al taller montañesino como el granadino Juan Gregorio (1612), el portugués Diego Antúnez (1613) y el madrileño Marcos Juárez (1616) y eso que se observa cierto silencio documental entre 1614 y 1617, probablemente época de remate de obras comenzadas.

También fue década de nuevos avatares familiares.

El padre del escultor, el bordador del mismo nombre, se había avecindado en Sevilla años antes, como atestigua en el finiquito firmado en febrero de 1609 por una manga de cruz que bordó para el citado monasterio jerónimo de Santiponce, donde declaraba ser vecino de la misma collación que su hijo, la de la Magdalena. Sin embargo, en fecha cercana debió de retornar a Granada, donde falleció hacia 1615-1616, como se sabe por declaración posterior de la madre de Montañés. Quizás el escultor retornara a Granada con tal motivo para atender el reparto de la herencia paterna. El propio Montañés enviudó el 28 de agosto de 1613, tras veintiséis años de matrimonio y cinco hijos, tres de ellos de vida religiosa. Poco antes de la muerte de su esposa, habían dotado a la hija menor, Catalina de Villegas, con 1.000 ducados “por ser la que nos hace compañía y la que tenemos hembra en el siglo”, y donado un esclavo a otra hija, religiosa profesa en el convento dominico de Santa María de Gracia de Sevilla. El 28 de abril del año siguiente contraía nuevas nupcias en la parroquia de la Magdalena de Sevilla con Catalina de Salcedo y Sandoval, hija del pintor Diego de Salcedo y pariente de los escultores Miguel Adán y Juan de Oviedo, quien le daría siete nuevos hijos y le sobreviviría. El maestro alcalaíno figuraba en abril de 1617 como testigo del matrimonio de Juan de Oviedo el Mozo. En 1619 fallecía una hermana de Montañés, de nombre Tomasina, esta vez en Sevilla.

A finales de la década se reactivaba la producción del taller con nuevos encargos indianos, el excepcional Crucificado de los Desamparados de la iglesia sevillana del Santo Ángel (1617) y la traza para el retablo mayor de la parroquia de San Miguel de Jerez de la Frontera (1617), en cuya imaginería intervendría también Montañés por espacio de un cuarto de siglo.

Hacia 1620 el escultor se encuentra en la plenitud de su carrera; mayor valor adquiere entonces el testimonio recogido por Pacheco en mayo de 1620 (incluido en su Arte de la Pintura), emocionado recuerdo de Montañés a su maestro: “y me afirma que su maestro Pablo de Roxas hizo en Granada, habrá más de cuarenta años uno (un Crucificado) de marfil con cuatro clavos para el Conde de Monteagudo”.

Estabilidad familiar, prestigio consolidado, solvencia económica, trabajo abundante no son suficientes para despejar las sombras de esta década, “decenio crítico” según lo califica el profesor Hernández Díaz, en el que el destino proporcionó dolorosas circunstancias vitales al escultor y en el que artísticamente parece iniciarse una autoevaluación a la vista de la renovación estética que la plástica hispalense conoció en manos de sus propios discípulos. Entre las pérdidas, se encuentran las de tres cercanos colaboradores: el jiennense Andrés de Ocampo murió en 1623, dos años después lo hizo Juan de Oviedo el Mozo y en 1627 el cordobés Juan de Mesa, quien en tan sólo una década de trayectoria profesional en solitario, promovió en su intensa actividad escultórica una renovación plástica, plena de sugerencias expresivas, que afectó al propio Montañés. En contraste, en estos años debió de frecuentar su taller el granadino Alonso Cano, presunto discipulaje que no explica en su plenitud la plástica de Cano, por entonces valor emergente en el medio artístico sevillano y que desde 1629 ya firmaba como maestro de escultor y pintor.

También en 1620 Montañés promovió un expediente de limpieza de sangre, sin motivo aparente, pero no carente de lógica ante la presión ambiental de la época; curiosamente en la legitimidad de su cuna se hacía referencia sólo a los ascendientes maternos, pero no a los paternos. Poco después, quizás en relación con este expediente, sufrió un proceso de investigación inquisitorial como miembro de la Congregación de la Granada, establecida en la catedral de Sevilla y a la que también pertenecían el padre Fernando de Mata (maestro espiritual del artista) y su cliente el canónigo Vázquez de Leca, y de la que Montañés era considerado uno de los seis cofrades más perfectos.

Pese al prestigio de los congregantes, la Inquisición quiso ver en esta corporación un nuevo brote alumbradista, como el desarticulado hacía poco, al sospechar que se trataba de una “máquina monstruosa, con ceremonias y observancias de otra nueva religión”. El proceso no pasó de la desaparición de la congregación (y el castigo de algunos de sus miembros), probablemente un foco de espiritualidad mística que justifica la intensa reflexión religiosa de que hace gala Montañés en sus obras, cargadas de sensibilidad y hondura teológica. Incluso existen indicios de lo que pudiera interpretarse como un anticipo de herencia a favor de los hijos de su primer matrimonio: junto a las donaciones de 1613 a dos hijas, se unía ahora otra de 1.000 maravedís anuales de por vida a un hijo, el clérigo José Martínez Iniesta, en 1624. El mismo año consta un gesto de generosidad del escultor al dotar con 100 ducados a una doncella pobre, a fin de que pudiera profesar en el convento sevillano de Santa Paula.

Estos contratiempos no obstan la plena actividad profesional del taller montañesino. El maestro firmaba en enero de 1620 el pliego de condiciones y quizás la traza para un patio de la cartuja de la Defensión en Jerez de la Frontera, el llamado claustro de los Hermanos o Conrrería. Junto a este proyecto arquitectónico, abundaron en esta década los trabajos para retablos con imaginería, entre los que descuellan el retablo mayor del convento de Santa Clara (1621- 1626) y quizás otros tres más en el mismo templo, el de San Juan Bautista del convento de San Leandro (1621-1622) según traza de Juan de Oviedo el Mozo y el de la Inmaculada Concepción (1628-1631), conocida como la Cieguecita, en la catedral de Sevilla, además de dar las trazas en 1627 para el retablo de la capilla que poseía el poeta y clérigo Francisco de Rioja en el convento de las Teresas. Obras insignes todas ellas, no estuvieran exentas de problemas que, en algún caso, acabaron en los tribunales. En el caso del retablo del convento de Santa Clara, Montañés no sólo contrató el ensamblaje, talla y escultura del retablo, sino también su dorado y encarnado, facultad de la que no estaba examinado de maestro, lo que le valió inmediato pleito por parte del gremio de pintores, encabezado por su colaborador y admirador Pacheco, quien en esta ocasión, sin embargo, arremetió con dureza contra el maestro alcalaíno: “Tampoco me meto en juzgar los defectos de sus obras, aunque los bien entendidos de Sevilla los hallan en las que ha puesto más cuidado, porque estoy persuadido que es hombre como los demás, y no es maravilla que yerre como todos. Y por eso aconsejaría a mis amigos que suspendiesen el alabar o vituperar sus obras, porque lo primero lo hace él mejor que todos, y lo segundo porque no falta quien lo haga”. Además de la cerrada defensa de los derechos gremiales que inspira el demoledor testimonio del suegro de Velázquez, resulta muy revelador de la enorme autoestima de Montañés, del aplauso popular recibido y de la posición de preeminencia en el ambiente artístico sevillano, que le llevó en esta ocasión a orillar la legalidad. En agosto de 1623 traspasó esa labor pictórica al pintor Baltasar Quintero.

Un último contratiempo llegó a fines de esta década, quizás también de apuros económicos, ya que en 1628 le devolvía 500 ducados a Juan Bautista de Mena, quien “por hacerme amistad y buena obra me ha prestado”. Con enorme interés acogió Montañés el encargo de un retablo de la Inmaculada Concepción para la catedral de Sevilla en febrero de 1628.

Sin embargo, al año siguiente una enfermedad dejó al artista postrado durante cinco meses, “que no se ha levantado de la cama ni podido trabajar”, lo que le impidió cumplir el encargo en el tiempo establecido en el contrato. En septiembre de 1629 se le exigía la devolución del importe recibido para encargar la obra a otro artista. Esgrimiendo esta enfermedad y el interés de los mecenas de que “la obra fuese muy excelente y la mejor que fuese posible” y que “así la talla como la escultura fuese de su mano sin entrometer en ello oficiales que le pudiesen ayudar [...] mediante lo cual ha sido fuerza dilatarse la obra [...]”, logró nuevo plazo, hasta perfeccionar la obra, de la que firmó finiquito por importe de 3.700 ducados en julio de 1631. La demora del encargo tuvo, sin embargo, muy feliz resultado, ejemplar en la imagen de la Inmaculada, la popular Cieguecita, importantísima reivindicación de la creencia concepcionista en pleno templo metropolitano hispalense y quintaesencia de la serenidad e idealidad clasicista que prospectó el artista durante casi toda su carrera. Se restablecían, así, su fama y autoestima al alcanzar la excelencia en otra obra maestra.

De hecho, nuevos datos permiten calibrar el prestigio alcanzado. En 1632 el granadino Alonso Cano contrataba una imagen de san Antonio de Padua “tan bueno como uno que juan martines montañés [...] está acabando de haser que disen es para la Reyna nuestra señora [...]”. Acerca de la relación Montañés-Cano es síntoma revelador que el granadino nombrara al alcalaíno tasador por su parte de las demasías que Cano hizo en la obra del retablo mayor de la parroquia de Lebrija, visitado por Montañés en marzo de 1634. Al año siguiente, Montañés fue reclamado desde la Corte para hacer un retrato en barro del rey Felipe IV, con destino a una estatua ecuestre vaciada en bronce por el italiano Pietro Tacca en Florencia y que hoy luce en la madrileña plaza de Oriente. Montañés marchó a la Corte en junio de 1635 y permaneció en Madrid por espacio de siete meses. Previamente cedió el poder que tenía de los maestros escultores y arquitectos de Sevilla para actuar en el pleito contra el gremio de carpinteros a Alonso Cano. Verosímilmente fue Velázquez el artífice de este llamamiento.

El reconocimiento de su obra fue grande y el acceso al medio artístico madrileño una valiosa experiencia.

Pero la aventura cortesana le acarreó finalmente apuros económicos, a pesar de los 400 ducados “de ayuda de costa de viaje” de los que otorgó carta de pago en febrero de 1639 y del privilegio de exportación de trescientas toneladas de mercaderías a Indias con que fue pagado y que el escultor reclamaba todavía en 1648, quejándose del exiguo pago de “tan gran servicio, en que gasté mi caudal”. Este privilegio lo disfrutaron sus herederos un lustro después de la muerte del artista. Con motivo de este retrato regio, el poeta Gabriel de Bocángel lo ponderó como “el Andaluz Lisipo”, uno de los sobrenombres, junto al de “el dios de la madera”, con mayor fortuna en la crítica montañesina.

Avatares (la muerte de su hijo José Martínez de Iniesta en 1639 y la marcha a Indias de otro, fray Francisco Martínez Montañés, el mismo año), enfermedades y achaques de la edad iban mermando paulatinamente la productividad de su taller en las décadas de 1630 y 1640, aunque todavía recibió dos nuevos discípulos, José Martínez de Castaño en 1632 y, muy al final de su carrera, Pedro Andrés Ramírez en 1641. Al tiempo, valores emergentes en el potente centro artístico sevillano iban renovando la plástica con acento barroquizante: la dramática expresividad de su discípulo Juan de Mesa, la agitación berninesca del flamenco José de Arce y el dinamismo del cordobés Felipe de Ribas, nuevo gran taller de la Sevilla de los años centrales del siglo xvii, sustituyendo al de Montañés. En este último período el escultor se mostraba más proclive al triunfante realismo del momento, moviendo moderadamente masas y gestos, especulando más profundamente con el claroscuro de los volúmenes, sin olvidar los sabios cánones de la proporción y el acento de platónica belleza tan adecuado a la sentimentalidad espiritual de sus imágenes.

A esta última etapa pertenecen el San Juan Bautista (1637) y el San Juan Evangelista (1638) del convento de Santa Paula de Sevilla, expresivos ejemplos de un nuevo concepto dinámico de la composición. Empezaron a escasear las obras montañesinas al declinar la década de 1630. Junto a algunos encargos indianos (Bolivia, Perú), en 1641 acometió la fase de conclusión del retablo mayor de San Miguel de Jerez. En abril de ese año traspasó a José de Arce la realización de cuatro relieves y otros tantos santos (prueba de su aprobación a los nuevos aires de la plástica sevillana) y se reservó el colosal relieve de la Batalla de los Ángeles, compendio de sabiduría compositiva y expresiva, alarde de anatomía y técnica en un tema de acento hondo y palpitante como la lucha entre el Bien y el Mal, así como el relieve de la Transfiguración de Cristo (1643), menos cuidado por encontrarse a mayor altura y que parece acusar colaboraciones, quizás del mismo Arce.

Se consumían aquí sus últimas energías creativas.

Con enorme dignidad renunció en 1645 a la escultura del retablo mayor de la parroquia de San Lorenzo de Sevilla, “por mis muchas ocupaciones y falta de salud”, traspasándola a Felipe de Ribas. Aún consta en 1648 la llegada a Lima de dos imágenes del alcalaíno (San Francisco Javier y San Francisco de Borja) en la iglesia de San Pedro de la capital peruana, probables obras de taller. En septiembre de dicho año todavía reclamaba su privilegio de exportación, recibido en recompensa a su retrato del rey Felipe IV, y reconocía que en “el día de hoy estoy viejo y necesitado y con muchos hijos”. Contaba con ciertas rentas de bienes acumulados a lo largo de su fecunda carrera, pero seguramente insuficientes. En 1645 y 1646 tenía arrendada una casa de su propiedad en la Rabeta y con anterioridad se conoce el arrendamiento de otras propiedades inmobiliarias en la calle del Pepino, vecina de la Alameda de Hércules, y en la de la Garbancera.

El último lustro debió de ser de escasa actividad. Se aproximaba el artista a la edad octogenaria. El 18 de junio de 1649 la epidemia de peste acababa con su vida, a los ochenta y un años y tres meses. Aunque tenía dispuesto enterramiento en el convento de San Pablo, pidió a su esposa, según declaró ésta, ser enterrado en la parroquia de Santa María Magdalena.

Una trayectoria profesional de seis décadas avala la admirable formación técnica y sensibilidad artística de Martínez Montañés, pensador de profunda religiosidad además de artista, lo que le permite convertirse en intérprete extraordinario de la religiosidad de su época a través de sublimes productos estéticos de sincera espiritualidad.

 

Obras de ~: San Cristóbal, iglesia del Salvador, Sevilla, 1597-1598; Cristo del Auxilio, iglesia de la Merced, Lima, 1603; San Jerónimo, convento de Santa Clara, Llerena, 1603- 1604; Cristo de la Clemencia, catedral, Sevilla, 1605-1606; Santo Domingo penitente, Museo de Bellas Artes, Sevilla, 1605-1609; Niño Jesús, iglesia del Sagrario, Sevilla, 1606- 1607; Inmaculada Concepción y su retablo, iglesia parroquial, El Pedroso, 1606-1608; Retablo de San Juan Bautista, catedral, Lima, 1607-1617; Retablo mayor e imaginería, monasterio de San Isidoro del Campo, Santiponce, 1609-1613; San Ignacio de Loyola, iglesia de la Anunciación, Sevilla, 1610; Jesús de la Pasión, iglesia del Salvador, Sevilla, c. 1610-1615; Retablo de San Juan Bautista, iglesia de la Anunciación, Sevilla, 1610- 1622; Virgen con el niño, catedral, Huelva, 1616; Cristo de los Desamparados, iglesia del Santo Ángel, Sevilla, 1617; Retablo mayor y parte de la imaginería, iglesia de San Miguel, Jerez, 1617-1643; Retablo de San Juan Bautista, convento de San Leandro, Sevilla, 1621-1622; Retablo mayor e imaginería, convento de Santa Clara, Sevilla, 1621-1626; Inmaculada Concepción, la Cieguecita, catedral, Sevilla, 1628- 1631; San Bruno, Museo de Bellas Artes, Sevilla, 1634; San Juan Bautista, convento de Santa Paula, Sevilla, 1637; San Juan Evangelista, convento de Santa Paula, Sevilla, 1638; Inmaculada Concepción, catedral, Oruro, 1640; San Pedro, iglesia parroquial, Cilleros, 1641.

 

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Jesús Juan López-Guadalupe Muñoz