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Antonio Juan Luis de la Cerda y Enríquez

Biografía

Cerda y Enríquez, Antonio Juan Luis de la. Duque de Medinaceli (VII). Madrid, 10.X.1607 – El Puerto de Santa María (Cádiz), 7.III.1671. Gentilhombre de Cámara, mecenas, capitán general, virrey de Valencia, consejero del Consejo de Estado, Grande de España.

Era hijo de Juan de la Cerda, que fue gentilhombre de la Cámara de Felipe III, y de Antonia de Toledo, hija de Gómez Dávila, II marqués de Velada.

La muerte de su padre el 24 de noviembre de 1607 al mes de su nacimiento hizo recaer la tutela en su abuelo el marqués de Velada, cuyo fallecimiento en 1616 le privó de contar con un patrón en la Corte.

Contrajo matrimonio en 1623 con Ana María Luisa Enríquez de Ribera, V duquesa de Alcalá, con quien tuvo cuatro hijos. Con este matrimonio se incorporaron a la casa de Medinaceli el ducado de Alcalá, el marquesado de Tarifa y el condado de Molares. Fue además VI marqués de Cogolludo y VII conde de El Puerto de Santa María.

Si por algo ha trascendido la actuación pública del VII duque de Medinaceli es, sin duda, por su vinculación con Francisco de Quevedo. La relación entre ambos debió de establecerse a fines de 1629 o comienzos de 1630, según Astrana Marín, que le elogia encomiásticamente: “Resplandeció el duque de Medinaceli [...] como uno de los hombres más insignes, sabios, magnánimos y generosos de su siglo. Doctor en ciencias y en letras, erudito profundo, dominaba el latín, el griego y el hebreo, y llegó a ser una autoridad como teólogo y escriturario”. Las relaciones entre Quevedo y Medinaceli superan el marco habitual del patronazgo nobiliario de las artes, reconocido por los autores con la dedicatoria de obras; en efecto, aunque Quevedo cumplió con el ritual y dedicó al duque un par de traducciones significativas: El Rómulo de Virgilio Malvezzi (1631) y De los remedios de cualquier fortuna, atribuido erróneamente a Séneca (1638), la correspondencia entre ambos muestra una relación más estrecha. Quevedo se ocupará de gestionar importantes asuntos en la Corte —además de tenerle informado de las noticias que circulan, como las relativas al sitio de Casal, la muerte de Ambrosio Spínola y el paso del duque de Feria a Italia, por citar las de 1630—. Medinaceli, por su parte, estuvo presente en tres momentos clave de la vida del literato: su boda, su prisión y su testamento. Entre 1631 y 1634, Medinaceli intervino en el desastroso matrimonio de Quevedo. Así, el duque fue apoderado para firmar los capítulos matrimoniales tanto por Quevedo como su futura esposa Esperanza de Mendoza, viuda, señora de Cetina en Aragón, no lejos de Medinaceli. Como es sabido, la convivencia entre ambos duró unos pocos meses de 1634 y el enlace le causó a Quevedo algunos problemas sobre la dote en que tuvo que intervenir el duque.

La correspondencia del escritor informa de diversos puntos del currículum de su protector y amigo; así, en una carta de enero de 1635, momento de la ruptura con la Francia de Richelieu, comunica que se había pensado enviar al duque de Medinaceli a París, pero que finalmente el enviado fue el marqués de Leganés. Se sabe también que ese mismo año, el duque estaba en Madrid, ocupado en los trámites para levantar una coronelía.

El año de 1639 fue crítico en la biografía de Quevedo, y en él tuvo protagonismo destacado el duque de Medinaceli; en enero, a instancias de Felipe IV y de Medinaceli, abandonó Quevedo su retiro en la Torre de Juan Abad para dirigirse a Madrid. Nada más llegar, informa a un corresponsal que han ofrecido al duque de Medinaceli el virreinato de Aragón, cargo que ha rechazado siendo admitidas sus excusas por Felipe IV. A fines de año, el 7 de diciembre, dos alcaldes de Corte irrumpen de noche en el domicilio madrileño de Medinaceli, cogen preso a Quevedo y se incautan de sus libros y papeles. Francisco de Quevedo recordará al propio Felipe IV, desde su cárcel de San Marcos de León, lo excesivo de la actuación: “las graves y dolorosas circunstancias como fueron sacalle de casa del duque de Medina a las once de la noche dos alcaldes de Corte, novedad que, por no usada con ningún grande destos reinos, daba a entender mayor gravedad en el delito”. Tradicionalmente se ha querido ver en la prisión un castigo, promovido por el conde-duque, por sus críticas al gobierno y en especial por haber puesto debajo de la servilleta del Rey un memorial crítico, pero, como el propio Felipe IV señaló más tarde, la prisión “fue por causa grave”. El denunciante fue el duque del Infantado, amigo de Quevedo, que le acusó de “confidente de Francia y correspondiente de franceses”. Concuerda la denuncia con las noticias que circularon por la Corte, recogidas por Pellicer en sus avisos, de sus presuntos contactos con agentes franceses, sin que se hayan encontrado pruebas de ello. Elliott señala además que en la casa de Medinaceli se llevaban a cabo reuniones de amigos donde se discutía sobre literatura y política, expresándose, muy posiblemente, las posiciones contrarias al conde-duque que dominaban en los círculos aristocráticos de Castilla. Según una información recogida en la correspondencia de los jesuitas, el duque del Medinaceli fue, a su vez, desterrado de Madrid.

A principios de 1641, se produjo un plante nobiliario al nombramiento del conde de Monterrey, cuñado del conde-duque, como general del ejército que debía enfrentarse a la rebelión portuguesa. En la retirada nobiliaria, encabezada por el duque de Alba, participaron otros duques, como Arcos, Béjar, Medina Sidonia y Medinaceli. Se enfrentaban así a la forma de gobierno de Olivares. Poco después, Medinaceli fue designado virrey de Valencia. Su corto gobierno en Valencia se inserta en el marco de las tensiones de la guerra de Cataluña, que afectan al norte del reino donde combatían tropas valencianas, y de la amenaza del bandolerismo, tanto el popular como las bandositats de inspiración nobiliaria. Además, la coyuntura económica se sitúa en el peor momento de la crisis del siglo xvii, agravada en el reino de Valencia por las dificultades para la repoblación tras la expulsión de los moriscos. Por otra parte, en el período que va de fines de 1640 hasta fines de 1642 se sucedieron tres virreyes, algo que no tiene precedentes en la trayectoria de la institución en Valencia. Juró el cargo el 27 de mayo de 1641 y gobernó menos de un año, hasta febrero de 1642. Durante este breve período persiguió el bandolerismo, en especial a la cuadrilla de Pere Xolvi, cuyas violentas actuaciones tenían a menudo carácter sacrílego.

Medinaceli, al tiempo que exponía el problema de las bandositats, se quejaba al Rey de los defectos que tenía el proceso criminal en Valencia y que achacaba a los Fueros. En las postrimerías de su gobierno dictó una serie de medidas contra los bandoleros, algunas claramente antiforales, como el derribo de casas de encubridores.

A la caída del conde-duque de Olivares en enero de 1643, Medinaceli forma parte del grupo de grandes de España que presionaron para conseguir mayor castigo contra el depuesto valido y su facción. En particular, reaccionaron con especial virulencia a la aparición, en mayo de 1643, del Nicandro con el que Olivares respondía a las acusaciones vertidas contra él por Andrés de Mena tres meses antes. Lograron de Felipe IV el alejamiento del conde-duque, retirado en Loeches, cerca de Madrid, y su confinamiento en Toro. También debió de preocuparse Medinaceli por la suerte de Quevedo, que permanecía preso en León. En una carta de abril de ese año escribe: “Todos saben [...] lo infinito que debo al Exmo. Sr. Duque de Medinaceli, cuya grandeza hoy ha resucitado mi causa y está ahora en la corte”. Las gestiones efectuadas sobre el Rey a través del nuevo presidente del Consejo de Castilla, Juan Chumacero, lograron la libertad del escritor en junio de 1643. La deuda con el duque la reconoce de nuevo en la dedicatoria que de su obra La caída para levantarse [...] hizo al presidente de Castilla en agosto de 1644, donde escribe: “Estuve preso cuatro años [...] donde muriera de hambre y desnudez si la caridad y grandeza del duque de Medinaceli, mi señor, no me fuera seguro y largo patrimonio hasta el día de hoy”.

En estos dos años, 1643-1644, Quevedo se ocupó de gestionar el despacho del nombramiento del duque de Medinaceli como capitán general del Mar Océano y Costas de Andalucía. El cargo lo había ocupado el duque de Medinasidonia, pero su caída en desgracia, tras el desdichado intento de conspiración en 1641, forzó su sustitución por Medinaceli. En un memorial al Rey, fechado en abril de 1643 y redactado por el propio Quevedo, solicitaba el duque permiso para abandonar la Corte sin esperar a que se tramitase su nombramiento por diversas juntas, de cuya actuación se queja. Desde Sevilla se encargará de remitir a Quevedo las instrucciones y documentos necesarios para que los títulos se expidan adecuadamente y para el pago del derecho de la media annata. En una carta de 5 de abril de 1644 le manifiesta su poco interés por un cargo cuyas dificultades para ejercerlo no se le ocultaban: “[no] tengo prisa por ser general ni capitán”.

Poco después moría su mujer, la duquesa de Alcalá. Quevedo, gravemente enfermo en Villanueva de los Infantes, recibe la noticia del propio duque; un pasaje de una de sus cartas refleja el poco aprecio que Medinaceli y su entorno tenían del cargo: “Mucho me ha agravado la soledad y cuidados del duque en su viudez [...]; por muchas razones me parece buen consejo el de todos los que le escriben deje un oficio fantástico y tumultuoso y limitado y se vaya a asistir a sus pleitos, que tanto importa”. Quevedo, en su testamento redactado el 26 de abril de 1645, meses antes de su muerte el 8 de septiembre, nombraba como uno de sus albaceas al duque de Medinaceli, al que además ordenaba que se entregara una pieza de tela de damasquillo de la China y, en especial, un baúl cerrado, que tenía en la Torre de Juan Abad, con todo su contenido.

A pesar de sus reticencias, permaneció el duque al frente de la Capitanía General del Mar Océano.

El cargo, que había sido ocupado por el marqués de Santa Cruz y, a su muerte, por Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medinasidonia, que asumió la dirección de la Armada contra Inglaterra, había pasado por diversos estados. Si inicialmente, en tiempos de Álvaro de Bazán el Viejo, tenía un carácter de defensa de la costa atlántica, de Gibraltar a Fuenterrabía, a fines del siglo xvi, con la organización permanente de la Armada del Océano, asumió la dirección estratégica de la guerra en el Atlántico. Bajo Felipe IV se diluye esta adscripción geográfica para pasar a ser, al intervenir la Armada del Océano en el ámbito mediterráneo, el jefe de la fuerza naval más importante de la Monarquía Hispánica, sobre la que ejerce las funciones de preparación, sostenimiento y utilización.

Pero al tiempo, el aumento de poder del Consejo de Guerra y de la Junta de Armadas hizo perder competencias en la dirección global de las operaciones al capitán general del Mar Océano. Diversas medidas adoptadas por Felipe IV limitaron aún más la jurisdicción del duque de Medinaceli. En 1646 se le prohíbe que se inmiscuya en las Armadas y Flotas de Indias; y el 28 de marzo de 1647 se nombró como gobernador general de todas las Armas Marítimas a Juan de Austria, para que se hiciera cargo de la expedición a Italia, que conseguiría acabar con las revueltas de Sicilia y Nápoles y hacer frente a la amenaza francesa, y colocando como subordinado suyo al capitán general del Mar Océano.

Nombrado consejero de Estado, su lejanía de la Corte no le impidió votar en ocasiones importantes, como las relativas a la paz con Portugal; así, en agosto de 1655 se mostró partidario de la paz que aconsejaba el Emperador, mientras que el 14 de abril del año siguiente votó en contra, por proponerla el rey de Inglaterra. En 1665, fallecido ya Felipe IV, la Junta de Regencia ofreció a Medinaceli el cargo de virrey de Nápoles, vacante por el ascenso al arzobispado de Toledo del cardenal Pascual de Aragón. Según Maura se esperaba que el duque se excusara, pero se manifestó dispuesto a ocupar el cargo con la condición de que la Capitanía General de la Mar pasara a su hijo, el duque de Alcalá. La Junta denegó su petición y el nombramiento recayó en Pedro de Aragón, hermano del cardenal. Dos años después, Medinaceli alegaba su falta de recursos para negarse a contribuir económicamente al esfuerzo requerido por la amenaza francesa en la llamada Guerra de Devolución; se limitaba a poner a disposición de la Real Hacienda los 6.000 escudos que se le debían. Escribía a la reina Mariana: “me hallo viejo, pobre y olvidado, habiéndose vuelto mis servicios hechos a difuntos, sufragios para el otro mundo”. Murió en 1671, dejando por sucesor a Juan Tomás, que tendrá un papel protagonista durante el reinado de Carlos II.

 

Bibl.: G. Maura Gamazo, Carlos II y su corte, Madrid, Librería de F. Beltrán, 1911; L. Astrana Marín, La vida turbulenta de Quevedo, Madrid, Editorial “Gran Capitán”, 1945; G. Marañón, El Conde-Duque de Olivares (La pasión de mandar), Madrid, Espasa Calpe, 1952; G. Maura Gamazo, Vida y reinado de Carlos II, vol. I, Madrid, Espasa Calpe, 1954; F. de Quevedo y Villegas, Obras completas, est. prelim., ed. y notas de F. Buendía, Madrid, Aguilar, 1966 (espec. t. II, págs. 913-1012); F.-F. Olesa Muñido, La organización naval de los estados mediterráneos y en especial de España durante los siglos xvi-xvii, Madrid, Editorial Naval, 1968; J. Casey, “La crisis general del siglo xvii en Valencia”, Boletín de la Sociedad Castellonense de Cultura, XLVI, 2 (1970), págs. 96-173 (ed. en La terra i els homes. El País Valencià a l’època dels Àustria, Catarroja, Editorial Afers, 2005); F. Barrios, El Consejo de Estado de la Monarquía española (1521-1812), Madrid, Consejo de Estado de 1984; J. H . Elliott, El conde-duque de Olivares. Un político en una época de decadencia, Barcelona, Crítica, 1990; S. García Martínez, Valencia bajo Carlos II, Villena, Ayuntamiento, 1991, págs. 149-1546; J. O. Crosby y P. Jauralde Pou, Quevedo y su familia en setecientos documentos notariales (1567-1724), Madrid, Universidad Autónoma, 1992, docs. 677 y 735-736; S. Martínez Hernández, El marqués de Velada y la corte en los reinados de Felipe II y Felipe III: nobleza cortesana y cultura política del Siglo de Oro, Valladolid, Junta de Castilla y León, 2004.

 

Rafael Benítez Sánchez-Blanco

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