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Manuel Mariano de Lardizábal y Uribe

Biografía

Lardizábal y Uribe, Manuel Mariano de. Puebla de Los Ángeles (México), ¿23.XII.1739? – Madrid, 25.XII.1820. Jurista.

Se tiene certeza de que nació en México, en la diócesis de Puebla de Los Ángeles, de la provincia de Tlaxcala, pero no se ha encontrado documento alguno que acredite el día concreto, aunque puede deducirse que fue el 23 de diciembre de 1739 porque el acta de 28 de diciembre de 1820, de la Real Academia de la Lengua, a la que pertenecía, da cuenta de su fallecimiento el día 25 de ese mismo mes a los ochenta y un años y dos días de edad.

Dedicó nueve años de su vida, entre los dieciséis y los veinticinco, a formarse académicamente, primero en el virreinato, donde estudió Bellas Letras y Filosofía, y donde recibió el grado de bachiller en Teología por la Universidad de México, lo que le permitió adquirir una amplia cultura clásica que será claramente perceptible en sus obras. Se trasladó a la Península en 1761, donde continuó esa inicial orientación hacia la jurisprudencia, graduándose de bachiller en Leyes por la Universidad de El Burgo de Osma en 1762 y de bachiller en Cánones por la Universidad de Valladolid en 1764, llevando así a cabo una completa formación en Derecho que le permitió recibirse de abogado de la Chancillería y de los Reales Consejos.

Su perfil profesional, tanto político como jurídico, es el que le viene de familia, aunque en este último aspecto Manuel de Lardizábal excedió con mucho a sus ascendientes. Por la rama paterna, desciende de los Lardizábal, señores del mayorazgo y casa de tal nombre sita en la localidad guipuzcoana de Segura, rama familiar de la situada en Idiazábal y referenciada al menos desde finales del siglo xvi. Dos de sus tíos le influyeron particularmente. Uno de ellos, Martín de Lardizábal y Elorza, fue miembro del Consejo de Su Majestad, colegial del colegio mayor de San Bartolomé de Salamanca y alcalde de Madrid. El nombramiento del segundo, Juan Antonio de Lardizábal y Elorza, que era catedrático de Durando y Escoto en la Universidad de Salamanca y canónigo magistral de la iglesia de San Bartolomé, como obispo de Puebla de Los Ángeles en 1722, es lo que indirectamente motivó la naturaleza criolla de este personaje, pues al partir hacia su nueva diócesis llevó consigo a su hermano, Francisco de Lardizábal y Elorza, el cual se afincó en Puebla, casándose allí con Isabel María de Uribe, natural de México. Francisco e Isabel fueron los padres de Manuel de Lardizábal y Uribe, el mayor de sus nueve hijos. Por la rama materna, su ascendencia es americana por su abuela y peninsular por su abuelo, José Joaquín de Uribe y Medrano, hijo de un natural de Lequeitio, pero nacido él en Jerez de la Frontera, que era oidor decano de la Real Audiencia de México.

Pese a su enorme importancia entre los juristas españoles, pues ocupó históricamente un lugar eminente junto a los de Gaspar Melchor de Jovellanos y Francisco Martínez Marina y fue el primero entre los penalistas de los siglos xvii, xviii y xix, la figura de Manuel de Lardizábal ha sido historiográficamente minusvalorada por ser oscurecida, en lo político y en lo jurídico, por dos personajes contemporáneos suyos: su hermano Miguel y su colega Beccaria. Salvo excepciones, los trabajos generales sobre su época se han ocupado de él, bien confundiéndolo en su quehacer político con la más relevante, y en este sentido específica, actuación de su hermano, bien estableciendo desafortunadas comparaciones de su obra Discurso sobre las penas con la revolucionaria que dieciocho años antes había publicado Beccaria bajo el título Dei delitti e delle pene. Es, pues, necesario aislar su figura de esas otras dos que le hacen sombra, situándola bajo la luz que le es propia, la de un jurista en el pleno sentido de la palabra, que actúa como tal, no sólo por formación sino profesionalmente, ya sea en los tribunales, ya en su labor como alto cargo del reino, ya en su dedicación académica. Jurista en ejercicio, luego obligado, más allá de las ideas pertenecientes al campo del “deber ser”, por la ley vigente, la que en cada momento es.

La base de su pensamiento es el racionalismo cristiano de la segunda escolástica española, sin ningún contacto con el de la escuela clásica y menos aún con el racionalista liberal y laico de sus días, con el que, no obstante, compartió una misma preocupación por la reforma de la sociedad y de las instituciones. En este sentido, su actuación tanto jurídica como política se corresponde plenamente con la de un ilustrado, que no perseguía una ruptura con el sistema vigente, el régimen absolutista, sino la introducción de mejoras que lo actualizasen y ajustaran a la situación propia de la época. Así, en el campo que era específicamente suyo, el Derecho Criminal, si bien las nuevas teorías penales del momento histórico penetraron en España a través de las obras de Lardizábal, no lo hicieron bajo su forma más radical, la revolucionaria, por otra parte de imposible aplicación en el marco jurídico entonces vigente, sino bajo la más moderada del Iluminismo, inspirándose este autor en el pensamiento general de Montesquieu para, a partir de él, inferir sus derivaciones de índole penal, de manera que las obras de aquél eran siempre fuentes inmediatas, seguras y constantes de las de Lardizábal. El espíritu ilustrado que animó a Manuel de Lardizábal se manifestó, además de en sus ideas, en la extraordinaria erudición que las nutría y acompañaba, hecha de los conocimientos adquiridos por su formación y mantenida al día sobre todo en el ámbito filosófico, jurídico y político, lo que atestiguan las referencias que proporciona en sus obras.

Prueba de su gran amplitud de criterio son en particular las muy numerosas citas bien de pensadores pertenecientes al racionalismo naturalista del siglo xvii, como Grocio o Puffendorf, bien de contemporáneos suyos con los que su pensamiento no coincidía, como el jurista y político Brissot de Warville o Rousseau.

Se trataba de una erudición viva, al servicio de una profunda comprensión histórica, en la que se aunaban de forma equilibrada las corrientes europeas y las españolas.

A su mentalidad de ilustrado le corresponde un estilo literario del mismo signo, es decir, neoclásico, ordenado y sistemático en la construcción del tema, que se orienta a sedimentar ideas y conocimientos sin tratar de impresionar la imaginación ni de conmover los sentimientos, y riguroso en su exposición, plegando utilitariamente la palabra al concepto y valiéndose de una prosa sobria, clara y exacta, un algo docente a veces, reveladora de un profundo conocimiento de la materia sobre la que discurre y por la que mereció ser incluido por la Real Academia Española en el catálogo de autoridades de la lengua.

A lo largo de la vida profesional de Lardizábal se diferencian tres etapas: la primera entre 1764 y 1774, la segunda entre 1775 y 1794 y, tras un oscuro período de destierro, la tercera entre 1808 y su muerte en 1820. Caracteriza a la primera la actividad académica, desarrollada inicialmente en Valladolid, en la Facultad de Leyes de su Universidad y en la Real Academia Geográfico-Histórica de Caballeros de Valladolid, impartiendo en ambas docencia como profesor de Derecho. Trasladado a Madrid, en 1770, con treinta y un años, fue nombrado académico supernumerario de la Real Academia Española, y en 1771 opositó a la cátedra de Derecho Natural y de Gentes en los recién inaugurados Reales Estudios de San Isidro, siendo uno de los tres candidatos propuestos como mejores. No resultó nombrado para la cátedra, y en 1773 solicitó, sin éxito, un cargo a las autoridades.

Residió en la Corte, salvo breves períodos de tiempo, durante toda su vida, y allí se casó con María de la Cruz de Montoya y Molina, natural de Madrid, de padre también madrileño y madre murciana, con quien tuvo cuatro hijas.

De plenitud cabría calificar a la segunda etapa, que se abrió con su designación el 8 de agosto de 1775 como académico de número, quinto titular del Sillón C de la Real Academia Española, donde hizo vida muy activa, tanto desde el punto de vista de su participación en las obras literarias e históricas que se llevaron a cabo como en la labor de gestión pues, cuando por primera vez desde su ingreso vacó la Secretaría de la Academia, fue nombrado secretario el 14 de octubre de 1777, cargo en el que permaneció hasta su renuncia el 30 de junio de 1814. Casi simultáneamente, a partir de 1776, comenzó su ascenso en la carrera judicial y creció su prestigio como jurista al servicio de las reformas legislativas emprendidas por Carlos III. Fruto de su aplicación a esas reformas fueron tres trabajos: dos, no publicados, y un tercero, posterior, el Discurso sobre las penas contrahido a las Leyes criminales de España para facilitar su reforma (1782), que se nutría de los dos anteriores en lo que respecta a la materia penal y del que, por su trascendencia, por ser el auténtico legado de Lardizábal, se tratará más adelante. Los no publicados le fueron encargados por el Consejo de Castilla en 1776, atendiendo a la orden del Monarca de que se preparara una futura codificación de las leyes, y consistieron, uno de ellos, en el compendio de las disposiciones promulgadas a partir de 1745 a efectos de actualizar con su adición el vigente texto de la Nueva Recopilación, y el otro en la colección y extracto de las leyes penales existentes en ese cuerpo legal, señalando sus concordancias, de manera que el trabajo sirviera de base para un previsto Código Criminal.

Al objeto de poder cumplir materialmente con estos encargos, solicitó Lardizábal que se le nombrara alcalde del Crimen y de Hijosdalgo de alguna de las Chancillerías, de Valladolid o de Granada, con honores y sueldo, pero con suspensión de su ejercicio hasta concluir los trabajos encomendados. Obtuvo la designación para la de Granada, coincidiendo en este sentido, significativamente, con los últimos años en que Jovellanos era alcalde del Crimen y oidor de la Real Audiencia de Sevilla. La carrera judicial de Lardizábal prosiguió con el nombramiento de fiscal de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte en 1788 (que le había sido reiteradamente rechazado desde su primera solicitud en 1786), y fue sucesivamente fiscal del Real y Supremo Consejo de Castilla en 1791, ministro del Consejo en 1792, y, dentro de éste, miembro de la sección privilegiada, constituida por el presidente del alto cuerpo y cinco consejeros que era la Cámara de Su Majestad.

Fue posiblemente durante esta segunda etapa cuando se establecieron las sólidas y continuadas relaciones con Jovellanos, con quien los dos hermanos Lardizábal compartieron avatares políticos, destacando durante la mayor y mejor parte del reinado de Carlos III y cayendo en desgracia, como otras grandes figuras de esa época, al ascender Godoy al poder a finales de 1792. Lardizábal fue destituido de sus cargos y desterrado de la capital probablemente muy poco antes del 12 de junio de 1794, y sus andanzas en los años finales del siglo xviii pueden seguirse precisamente a través de los diarios de Jovellanos, quien durante su fugaz rehabilitación y su paso por el Ministerio de Gracia y Justicia, de 1797 a 1798, intentó y no logró la de sus amigos Lardizábal, pues propuso, sin éxito, el nombre de Manuel para que se hiciese cargo de la aplicación, en Guadalajara y Ciudad Real, del proyecto de venta de los bienes de patronatos y obras pías eclesiásticas presentado ante el ministro de Hacienda. Tras los años iniciales del siglo XIX, para los que faltan datos de su quehacer, Manuel de Lardizábal fue restablecido en su cargo y honores por Fernando VII, quien le levantó el destierro en el momento en que subió al trono en marzo de 1808, abriéndose con ello la tercera y ultima etapa en la vida del jurista.

Un etapa amarga, tanto por el papel que las circunstancias históricas de 1808-1814 le obligaron a representar como por la fidelidad a sí mismo que mantuvo sobre todo en 1820, en los primeros momentos del Trienio constitucional, cuando ya el espíritu de la Ilustración estaba en decadencia. Reintegrado a la Corte, donde Fernando VII, al marcharse a Francia, había dejado nombrada, bajo la presidencia de su tío, el infante don Antonio, una Junta Suprema de Gobierno para que despachara los asuntos graves y urgentes, fue designado por esta Junta como uno de los sustitutos para sus seis titulares.

Pero lo más destacado de su labor profesional en el período 1808-1814 lo llevó a cabo como vocal de la Junta de Legislación en 1809-1810 y en cuanto a miembro del Consejo de Castilla, en particular a través de su participación en la Asamblea de Bayona como uno de los cuatro ministros del Consejo que debían representarlo en ella. La asistencia de Lardizábal a las juntas de Bayona fue constante, salvo a la séptima, y firmó en la última “la aceptación que la Junta había hecho, en voz, de la Constitución”, pero su intervención hubo de ser muy parca, pues no ha quedado constancia al respecto sino de las Reflexiones sobre el Estatuto constitucional, hechas por don José Colón, don Manuel de Lardizábal y don Sebastián de Torres, Diputados del Consejo de Castilla, que figuran en las actas. Esta sumisión no impidió que, de regreso en España, firmara inmediatamente, el 12 de agosto de 1808, el auto del Consejo de Castilla que declaraba nulas las abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII, así como la Constitución, recién aceptada por él de viva voz y por escrito, y los tratados celebrados con Francia. A finales de noviembre, cuando Napoleón llegó a las puertas de Madrid y la Junta Central se marchó a Toledo, el Consejo de Castilla, que había quedado al cuidado de defender la capital, organizó una Junta de Defensa, dentro de la cual fueron sus representantes cuatro consejeros, entre ellos Manuel de Lardizábal. Rendida la ciudad, Napoleón dispuso la disolución del Consejo y el arresto de sus miembros.

No lo fue Manuel de Lardizábal, probablemente debido a su avanzada edad, y pudo escapar, pues cuando en junio de 1809 la Junta Central instituyó en Sevilla el Consejo de España y las Indias, formado por miembros de todos los Consejos, entre los diez incorporados del de Castilla estaba Manuel de Lardizábal.

Cuando se restauró el 27 de mayo de 1814 el viejo Consejo de Castilla, formalmente desaparecido con la Constitución de Bayona y ahora denominado Consejo Real, otra vez entró a pertenecer a él y asimismo a la Cámara de Su Majestad.

Más brillante fue su labor como académico, colaborando en la edición bilingüe del Fuero Juzgo que publicó la Academia en 1815, la cual se abrió tras el prólogo y antes del texto legal, con un Discurso sobre la legislación de los wisigodos y formación del Libro o Fuero de los jueces y su versión castellana escrito por Lardizábal, quizá de tiempo atrás, pues la idea originaria de la edición data de 1784, en plena época de la Ilustración española, luego de tranquilidad y brillo para él. El discurso, de índole histórico-jurídica, consta de una introducción y seis capítulos.

Como remate a su vida como jurista participó Lardizábal, en su calidad de persona adicta a Fernando VII y nombrado por él, como consejero honorario de Estado en la Junta Provisional Consultiva creada, trás jurar el Monarca la Constitución de 1812, en marzo de 1820, con la función de confirmar, previa e imperativamente a su publicación, todas las providencias que emanaran del Gobierno hasta la instalación constitucional de las Cortes, lo que implicaba fiscalizar la actuación política de la Monarquía hasta que éstas se reuniesen. Permaneció Lardizábal en el cargo hasta su muerte el 25 de diciembre de ese mismo año, dejando como la mejor herencia para la posteridad su obra de penalista.

El Discurso sobre las penas contrahido a las Leyes criminales de España para facilitar su reforma es un texto clave para entender el Derecho penal de la Ilustración, y no sólo de la española, pues el opúsculo de Cesare Beccaria, aunque anterior en el tiempo, no es representativo de esta forma de pensamiento sino de la revolucionaria posterior que encuentra su soporte ideológico en Rousseau. Frente al alegato, a la improvisada proclama que la obra del milanés representa, la de Lardizábal, dirigida a un plan concreto de reforma, constituye un estudio propio de un jurista profesional.

De ahí que no sólo porque sus ideas sean diferentes sino porque su propósito es distinto, el español rebate en muchos casos las tajantes aseveraciones que el italiano había formulado y defendido con ardor.

La concepción que aparece en el Discurso se caracteriza en primer término porque la materia penal está ordenada en un corpus coherente y completo, en un sistema, aspecto en el que Lardizábal es único. Estructuran ese sistema ciertos principios, unas veces originales suyos y otras ya existentes pero antes no formulados o no integrados en una teoría general, que son básicos para la evolución del Derecho penal.

En primer lugar y por primera vez por un autor español se proclama tajantemente el principio de legalidad, el que la ley sea la única y exclusiva fuente del Derecho penal, restringiendo al máximo el arbitrio y la interpretación judicial. En segundo lugar, y aunque no se propone Lardizábal estudiar la infracción criminal sino la pena, proporciona una rica doctrina acerca del delito, en la que destacan la total secularización del Derecho a partir de la diferencia entre delito y pecado, excluyendo éste, así como los actos puramente internos, aunque lleguen a ser conocidos, del ámbito de lo punible, lo que supone proclamar la libertad de pensamiento y la imposibilidad de castigar las ideas; el principio de culpabilidad o necesidad inexcusable en los delitos de la presencia de dolo o culpa, conquista de la segunda mitad del XX en lo que hace a su consagración en las legislaciones y cuya concepción por Lardizábal es casi perfecta; el intento, aún incipiente e imperfecto, de clasificación basándose en el bien jurídico lesionado o puesto en peligro, con lo que abre la vía y suministra el criterio para las clasificaciones posteriores; y la preocupación por las causas de la criminalidad, tales como la religión, el carácter, las costumbres de los pueblos, el clima, la ociosidad y la mendicidad, la organización política y la educación intelectual y moral.

En tercer lugar, y en cuanto a la pena, el texto de Lardizábal es el primer tratado específico de penología de la historia del Derecho. Su método para enumerar los caracteres generales de la pena (imponible sólo al delincuente, prevista en la ley, en ejecución de una sentencia judicial, necesaria, pública, proporcionada al delito, lo menos rigurosa posible...) fue más tarde acogido por los tratadistas y en lo fundamental viene prevaleciendo hasta nuestros días. Su teoría de los fines de la pena, que es más completa y acertada que la de cualquier otro penalista de la Ilustración, no se debe a este pensamiento sino que es una elaboración propia, con influjo de la teoría estoica. Lo más peculiar es que ve la razón de ser y la finalidad de la pena en lo que cerca de cinco décadas más tarde se llamará “prevención general”, es decir, medio que debía impresionar a las personas y evitar la perpetración de nuevos delitos, siendo parte de ella la importantísima prevención especial que se orienta a la corrección y enmienda del delincuente, razón por la que Lardizábal denuncia el efecto corruptor de los presidios y arsenales y propone la creación de casas de corrección.

Respecto a dos cuestiones polémicas en la época, la aplicación del tormento y la pena de muerte, que el propio Carlos III en 1766 había mandado expresamente al Consejo de Castilla que reflexionara sobre ellas, Lardizábal niega validez al primero y acepta la segunda sólo en aquellos casos en que sea absolutamente necesaria.

La obra de Lardizábal alcanzó estima y difusión en toda la Europa culta y su influencia se dejó sentir sobre todo en el pensamiento de Valentín de Foronda y en la oleada emancipadora de las colonias españolas en América, pero no fue muy prolongada en el tiempo debido a su reputación de documento por excelencia del pensamientro penal de una época ya pasada, la de la Ilustración. Por otra parte, sus consecuencias prácticas en España quedaron menguadas principalmente porque sólo de manera marginal se le tuvo en cuenta al elaborarse el primer Código Penal, el de 1822, base de los posteriores. Marginalidad a la que sin duda no fue ajeno el que Lardizábal se significara contra la Revolución de 1820.

 

Obras de ~: Discurso sobre las penas contrahido a las Leyes criminales de España para facilitar su reforma, por don Manuel de Lardizábal y Uribe del Consejo de S. M., su alcalde del crimen y de Hijosdalgo de la Real Chancillería de Granada, Madrid, Imprenta de Joaquín Ibarra, 1782 [2.ª ed. Madrid, Imprenta de Repullés, 1828; 3.ª ed. Biblioteca Criminológica y Penitenciaria, vol. I, Madrid, La Lectura, 1916; 4.ª ed. en Revista de Estudios Penitenciarios (Madrid), 174 (1966); 5.ª ed. México, Porrúa, 1982; 6.ª ed. Granada, Comares, 1997 (col. Biblioteca Comares de Ciencia Jurídica, Clásicos del Derecho penal y procesal, 2); 7.ª ed. de M. de Rivacoba y Ribacoba, Vitoria, Ararteko, 2001]; “Discurso sobre la legislación de los wisigodos y formación del Libro o Fuero de los jueces y su versión castellana”, en Fuero Juzgo en latín y castellano, cotejado con los más antiguos y preciosos códices por la Real Academia Española, Madrid, Ibarra, Impresor de Cámara de S. M., 1815, págs. IIIXLIV.

 

Bibl.: G. de Azcárate, “Jurisconsultos españoles ilustres”, en E. Ahrens, Compendio de la Historia del Derecho Romano, Madrid, Librería de Victoriano Suárez, 1879, pág. 129; Q. Saldaña (trad. y adiciones), “Historia del Derecho penal en España”, en F. Von Listz, Tratado de Derecho penal, Madrid, Reus, 1914; P. Dorado, “Ideas de algunos antiguos escritores españoles sobre la prevención de los delitos”, en El Derecho protector de los criminales, vol. I, Madrid, Suárez, 1915, págs. 487- 512; R. Salillas, Evolución penintenciaria en España, vol. I, Madrid, Imprenta Clásica Española, 1918, págs. 131-162; Masaveu, Contribución al estudio de la escuela penal española, Madrid, 1922; Q. Saldaña, “Un gran jurisconsulto mexicano, autor del primer proyecto de Código penal”, en Criminalia, III (septiembre de 1936-agosto de 1937), págs. 390 y ss.; L. Garrido, “El primer penalista de México”, en Criminalia (septiembre de 1947), págs. 356 y ss.; C. Bernaldo de Quirós, “Lardizábal y Olavide, dos Ilustres Magistrados Criollos del siglo xviii”, en Criminalia (México), XIV (enero de 1948), págs. 19-26; L. Jiménez de Asúa, “Orígenes de la filosofía penal liberal”, en El Criminalista, vol. IV, Buenos Aires, 1951, págs. 9-40; F. Blasco y Fernández de Moreda, Lardizábal. El primer penalista de América, Ciudad de México, Universidad Nacional Autónoma, 1957; “Don Manuel de Lardizábal, el jurista hispanoamericano, semiolvidado e incomprendido”, en Revista Jurídica Argentina “La Ley” (Buenos Aires), 89 (eneromarzo de 1958); L. Jiménez de Asúa, El pensamiento jurídico español y su influencia en Europa, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1958; M. de Rivacoba y Rivacoba, Lardizábal, un penalista ilustrado, Santa Fé, 1964; J. A. Oneca, “El Derecho penal de la Ilustración y don Manuel de Lardizábal”, en Revista de Estudios Penitenciarios (Madrid), 174 (1966); J. R. Casabo Ruiz, “Vida y obra de Manuel de Lardizábal y Uribe”, en VV. AA., Criminología y Derecho Penal al servicio de la persona, San Sebastián, Instituto Vasco de Criminología, 1989, págs. 103-114; J. M. Silva Sánchez y F. Baldó Lavilla, “La teoría del delito en la obra de Manuel de Lardizábal”, en VV. AA., Estudios de Derecho penal y Criminología, en homenaje al profesor José María Rodríguez Devesa, vol. II, Madrid, Universidad Nacional de Educación a Distancia, 1989, págs. 345-372; M. de Rivacoba y Rivacoba, “Estudio preliminar”, en Discurso sobre las penas [...], op. cit., Vitoria, Arateko, 2001; J. L. de la Cuesta, “Manuel de Lardizábal y Uribe”, en R. Domingo (ed.), Juristas universales. II. Juristas modernos, Madrid, Marcial Pons, 2004, págs. 700-702.

 

Lourdes Soria Sesé

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