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San Raimundo de Fitero

Biografía

Raimundo de Fitero, San. Saint-Gaudens de Comminges, Midi-Pyrénées (Francia), p. s. xii – Ciruelos (Toledo), c. 1162. Primer abad del monasterio cisterciense (OCist.) de Fitero y fundador de la Orden Militar de Calatrava.

Se cuenta con muy pocas informaciones contrastadas acerca de la figura de san Raimundo. Buena parte de su trayectoria vital está envuelta en la incertidumbre de los datos, empezando por los del lugar y fecha de su nacimiento. No se sabe cuándo nació el futuro abad, aunque con toda probabilidad lo hizo iniciado ya el siglo xii. Tradicionalmente se le han asignado varias localidades españolas como las de su posible origen, entre las cuales Tarazona ha contado con más partidarios, aunque hoy resulta más convincente afirmar su procedencia del Midi francés, concretamente de la localidad de Saint-Gaudens, cercana a Comminges.

Las primeras referencias documentales de san Raimundo consisten en tres documentos que han sido fechados en 1141 y que lo presentan como abad al frente de la comunidad monástica de Niencebas, muy cerca de Fitero (Navarra), en aquel momento territorio fronterizo perteneciente al Reino de Castilla.

Niencebas, por su parte, era desde hacía poco una propiedad de la comunidad conventual, muy probablemente cisterciense, de la cercana Yerga, dirigida por un tal Durando, a quien le había sido entregada por Alfonso VII en octubre de 1140. Es razonable pensar que la “emancipación” de Niencebas no era sino el traslado a este lugar, más benigno, de la comunidad situada en la inhóspita Yerga. En cualquier caso, documentación posterior —la carta del obispo de Calahorra, Rodrigo de Cascante, al papa Urbano III hacia 1186— acredita que Raimundo fue el primer abad cisterciense de Niencebas y que fue el obispo Sancho de Calahorra quien lo confirmó como tal y consagró el altar de su iglesia.

¿Cuándo y desde dónde llegó Raimundo a su nuevo monasterio de Niencebas? La cuestión, debido a lo contradictorio de las fuentes de que se dispone, no nos aparece con claridad. Cabría la posibilidad de que, nacido en Saint-Gaudens, hubiera tomado el hábito cisterciense en la cercana abadía de Escala-Dieu, fundada en 1136 ó 1137, y de allí hubiera partido para establecer una nueva fundación en la Península Ibérica antes de que el celo purista de los cistercienses prohibiera formalmente llevarlas a cabo en el capítulo general de 1152. De ser así, Raimundo habría llegado a Yerga con Durando y le habría sucedido casi inmediatamente después al frente de la trasladada sede de Niencebas. Esta explicación podría ser coherente, pero no hay motivos para dudar de un testimonio muy poco posterior, una carta del obispo Miguel de Tarazona de 1148, en la que se alude a Raimundo como eclesiástico de la diócesis de Tarazona antes de ser abad de Niencebas. En consonancia con esta información, algún especialista ha sugerido que Raimundo hubiera formado parte del séquito del obispo Miguel, oriundo de Toulouse, localidad cercana a Saint-Gaudens, y que tras algún tiempo junto a él en Tarazona —Miguel fue titular de la diócesis tras su conquista en 1119—, habría tomado los hábitos del Cister e ingresado probablemente en Yerga, el monasterio más cercano a Tarazona.

La comunidad regida por Raimundo sólo permanecería en Niencebas durante diez años, entre 1141 y 1151. Desde muy pronto, ya en 1144, el abad empezó a planificar un nuevo traslado, ahora sí el definitivo, hacia las cercanas y muy fértiles tierras del valle del Alhama, concretamente al lugar de Castellón, junto a Tudején, en la margen izquierda del río, en un estratégico enclave fronterizo entre los tres Reinos de Castilla, Pamplona y Aragón, y que, por eso mismo, no tardaría en ser conocido como Fitero. El plan del abad contaba con todas las bendiciones de la Monarquía; de hecho, Alfonso VII le entregaba allí, en octubre de 1146, la serna de Cervera y el realengo situado junto a los Baños de Tudején. La colonización del territorio que asegurarían los cistercienses, y con ella el decidido control del estratégico valle del río Alhama por parte de una institución castellana, eran rentables garantías de futuro para la política territorial del rey de Castilla. A partir de entonces, la expansión del monasterio quedó asegurada, y el Papa no quiso situarse al margen de ella: con motivo del capítulo general de la Orden cisterciense al que acudió Eugenio III, antiguo abad blanco, y en el que también se personó Raimundo —septiembre de 1147—, éste obtuvo una bula de protección para su dinámico monasterio. Junto al Papa, también los obispos se sumaron a esta carrera benefactora, y el de Tarazona en 1148 otorgaba a la comunidad de Niencebas la exención diezmal para todas las posesiones que tuviera o pudiera adquirir en su diócesis. Nuevas concesiones reales, como la de la futura granja monástica de San Bartolomé de Anaguera, en el término logroñés de Ausejo, no hacían sino consolidar la comunidad conventual que, finalmente, en 1152, se trasladó a su nueva iglesia de Santa María de Castellón, en Fitero, hoy en ruinas, situada a muy poca distancia del emplazamiento definitivo de la abadía, actual iglesia parroquial de la localidad, que probablemente no se comenzó a construir hasta muy poco después de la muerte del abad Raimundo.

Una nueva bula de Eugenio III, fechada aquel año de 1152, ilustra del extraordinario incremento de su base patrimonial que había experimentado el monasterio en los apenas seis años que separaban esta bula de la anterior. Pero ese incremento contaba con un reverso de conflictividad competitiva con otras instituciones eclesiásticas que muy pronto empezó a manifestarse.

La Sede Apostólica, a través de sus legados, hubo de intervenir en 1155 y 1156 para proteger los derechos del monasterio y la generalizada exención diezmal que el pontificado ya entonces le había reconocido.

La importancia adquirida por el cenobio como consolidada posición fronteriza de Castilla frente a Navarra y Aragón alcanza el cenit de su reconocimiento por la Monarquía cuando en abril de 1157 el rey Sancho III, con el acuerdo de su padre Alfonso VII, en los últimos meses ya de su vida, entregaba al abad Raimundo el castillo de Tudején, sobre un estratégico promontorio situado junto a Fitero, y desde el que se visualizan sin dificultad las estribaciones septentrionales del Sistema Central y también el Moncayo. Se entregaba así a la abadía de Fitero la responsabilidad sobre una de las más señeras plazas fronterizas del noreste del Reino, y ello en un momento en que el equilibrio peninsular alcanzado por el Emperador había entrado en crisis: a finales de 1156 nuevos enfrentamientos entre Navarra y Aragón comprometían el futuro de sus respectivas relaciones con el monarca castellano-leonés, y éste, sólo un mes después de la cesión a Raimundo de Tudején, en mayo de 1157, firmaba en Lérida un tratado con Ramón Berenguer IV que comportaba, una vez más, el reparto territorial de Navarra. El panorama, en estas vísperas de la muerte de Alfonso VII, no podía ser menos tranquilizador.

Y ese panorama se agravaba al considerar la amenaza almohade. En efecto, las tropas norteafricanas del califa ‘Abd al-Mu’min, entre 1154 y 1157, habían aniquilado la presencia cristiana en Úbeda, Baeza y, por supuesto, Almería, y Calatrava, ese estratégico enclave manchego junto al Guadiana que aseguraba las comunicaciones entre Toledo y Andalucía, y que Alfonso VII había reconquistado en 1146, peligraba.

Peligraba tanto que, según el relato cronístico del arzobispo Jiménez de Rada, los templarios que lo custodiaban decidieron abandonarlo a finales de 1157, lo que habría obligado al rey Sancho III a solicitar la colaboración de sus súbditos; como consecuencia de todo ello, el Monarca acabó entregando la plaza al abad Raimundo, que la había solicitado aconsejado por uno de sus monjes, Diego Velásquez, antiguo caballero de origen burgalés que se había criado de niño junto al rey Sancho.

Hoy día, no es posible asumir acríticamente la colorista e interesada narración del arzobispo. Pero un hecho resulta evidente: en enero de 1158, en Almazán, el rey Sancho III entregaba a los cistercienses y al abad Raimundo de Fitero la villa de Calatrava con el encargo de defenderla de los “paganos enemigos de la cruz de Cristo”, dando de este modo comienzo a esa singular experiencia religioso-militar que fue la Orden de Calatrava. En su origen habría que tener en cuenta muchos factores y circunstancias explicativas, de las que podemos destacar las dos más significativas. En primer lugar, la más que probable deriva personal del abad Raimundo hacia posiciones propias de una espiritualidad militante, muy enraizadas en una cierta orientación cisterciense —y no solo cisterciense— que hacía del testimonio martirial una vocación de vida muy próxima a la sensibilidad cruzada; pensemos que en el ambiente creado por el compromiso de san Bernardo con la “segunda cruzada”, sólo un año antes de la cesión de Calatrava a los monjes de Fitero, un puñado de hermanos suyos procedentes de Morimond establecían residencia conventual en las tierras tripolitanas de Belmont, en las montañas del Líbano, uno de los frentes más expuestos de Tierra Santa. En segundo lugar, es preciso tener en cuenta una decidida voluntad política, apuntada ya en el breve reinado de Sancho III y sin duda consolidada en el de su hijo Alfonso VIII, consistente en crear instituciones propias del Reino al servicio de una identidad castellana ajena a los planteamientos totalizadores de la vieja idea imperial, y entre esas instituciones debían ocupar lugar preferente las órdenes militares propias, no hipotecadas ni a poderes ni a responsabilidades extrapeninsulares; quizá así sea más fácil entender el “abandono” templario de Calatrava y su sustitución por unos monjes de probada fidelidad a la monarquía en tareas de consolidación fronteriza.

La conjunción de estos dos elementos es imprescindible a la hora de entender la cesión de Calatrava a los monjes de Fitero. Las circunstancias concretas en que ésta se produjo y, sobre todo, los procedimientos de verificación ulterior son, por lo demás, objeto de todo tipo de reflexiones, en ocasiones muy divergentes. En todo caso, nos interesará aludir aquí a las irregularidades canónicas que comportó la instalación de los cistercienses en Calatrava, y los problemas de identidad que enseguida se les plantearon. Sin duda, unos y otras constituirían los difíciles argumentos del final de la vida del abad Raimundo.

El tema de las irregularidades probablemente tiene menos que ver con la prohibición capitular de nuevas fundaciones promulgada, como hemos visto, en 1152, que con el procedimiento seguido para lo que, sin duda, constituía una nueva fundación conventual.

Es evidente que cualquiera que se verificase necesitaba el aval capitular y, de manera especial, la autorización de la abadía madre de la casa fundadora, en este caso del Monasterio de Escala-Dieu, que lo era de Fitero, y desde luego no podía suponer ni el abandono ni tampoco una merma notable para el establecimiento de procedencia. Pues bien, no parece que nada de ello fuera respetado a la hora de producirse la instalación de los monjes de Fitero en Calatrava. De hecho, Raimundo abandonó el monasterio navarro trasladando a la nueva sede manchega hombres, animales y utensilios procedentes de aquél, que, si hemos de creer el relato del arzobispo, quedó únicamente habitado por enfermos e impedidos. Y, aunque no faltan autores que afirman que ambos monasterios se encontraron desde entonces regidos por el mismo abad —lo cual sólo se entendería en un contexto de reconocida excepcionalidad—, nada parece confirmarlo.

Todo apunta, desde un principio, hacia un corte de todo tipo de comunicaciones entre ambas entidades.

En Calatrava, en efecto, Raimundo, al que después de 1158 no volvemos a encontrar en la documentación fiterense, constituyó una comunidad de “monjes y freires” a los que ya en febrero de 1158 el rey de Castilla favorecía con donaciones que eran respuesta agradecida a la protección que dispensaban a su estratégico enclave. También es más que probable, como algunas fuentes acreditan, que la reacción capitular fuera contundente y la abadía de Fitero, considerada responsable de las irregularidades perpetradas, quedara desde finales de 1158 y durante algún tiempo canónicamente en suspenso, circunstancia que aprovecharía el obispo aragonés de Tarazona para hacerse con el control del monasterio y sus extensas propiedades, en el contexto, no lo olvidemos, de la inestable situación creada en Castilla durante la minoría de Alfonso VIII, formalmente rey desde el 31 de agosto de 1158. Esta crítica situación empezaría a clarificarse en 1161, cuando un nuevo abad, Guillermo, asumiera el gobierno de la comunidad de Fitero desde el más escrupuloso de los deberes hacia la orden cisterciense y hacia la casa madre de Escala-Dieu; no en vano el nuevo titular del monasterio castellano lo sería también de la abadía francesa entre 1172 y 1182.

Pero si la situación se enderezaba en Fitero, no se puede decir lo mismo de Calatrava, hasta el punto de que los últimos años de vida del abad Raimundo no fueron nada fáciles; en ellos la institución calatrava experimentaba ya una clara contradicción entre dos elementos en pugna latente: un núcleo cisterciense de espiritualidad combativa pero de limitadas posibilidades bélicas, que se identificaba con el propio abad, y un núcleo laical de caballeros de vocación inequívocamente militar que no estaba dispuesto a someterse a una disciplina de estricta observancia monástica. El paso del inicial régimen abacial de Raimundo de Fitero al régimen maestral de García en 1164, señala el triunfo de la segunda opción y el comienzo de un largo proceso de regularización canónica, espigado de dificultades y reticencias capitulares, que no se consumaría hasta por lo menos 1186.

Para entonces, el abad Raimundo ya había fallecido, y lo hizo en la localidad toledana de Ciruelos, en la que él y los leales a su línea monacal, obligados a abandonar Calatrava, habían fundado una nueva comunidad al margen de la normalización canónica cisterciense. No sabemos exactamente cuándo se produjo su fallecimiento. Se barajan fechas distintas, de 1161 a 1163, y la tradición hagiográfica ha fijado el 15 de marzo como el del día de su nacimiento a la vida eterna. Su cuerpo, sepultado en Ciruelos, fue trasladado en el siglo xv al monasterio toledano y cisterciense de Monte Sión, donde permaneció hasta que la desamortización de Mendizábal obligó a sepultarlo en la capilla del Ochavo de la Catedral de Toledo.

 

Bibl.: D. Yáñez Neira, “Orígenes de la Orden de Calatrava”, en Cistercium, año X, 59 (1958); J. F. O’Callaghan, “The Affiliation of the Order of Calatrava with the Order of Cîteaux”, en Analecta Sacri Ordinis Cisterciensis, XV (1959), págs. 178-188; The Spanish Military Order of Calatrava and its Affiliates, London, Variorum Reprints, 1975, I; C. Monterde, Colección Diplomática del monasterio de Santa María de Fitero (1140-1210), Zaragoza, Caja de Ahorros, 1978; T. M. Vann, “A new look at the foundation of the Order of Calatrava”, en On the Social Origins of Medieval Institutions. Essays in Honor of Joseph F. O’Callaghan, ed. D. J. Kagay y Th. M. Vann, Brill-Leiden-Boston-Köln, 1988, págs. 93-114; C. de Ayala Martínez, “Órdenes militares castellano-leonesas y benedictinismo cisterciense. El problema de la integración (ss. xii-xiii)”, en Unanimité et Diversité Cisterciennes. Actes du 4e Colloque International du CERCOR, Saint-Étienne, 2000, págs. 525- 555; L. R. Villegas Díaz, “De nuevo sobre los orígenes de la Orden de Calatrava”, en Revista de las Órdenes Militares, 1 (2001), págs. 13-30; S. Olcoz Yanguas, San Raimundo de Fitero, el Monasterio Cisterciense de la Frontera y la Fundación de la Orden Militar de Calatrava, Fitero, Asociación de Amigos del Monasterio de Fitero, 2002; Memorias del Monasterio de Fitero del Padre Calatayud, Pamplona, Gobierno de Navarra, 2005.

 

Carlos de Ayala Martínez

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