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Alonso Carbonel Cortés

Biografía

Carbonel Cortés, Alonso. Albacete, 11.IV.1583 – Madrid, 1.IX.1660. Arquitecto.

Su obra es un eslabón inexcusable de la historia de la arquitectura cortesana del siglo xvii, el que une las últimas manifestaciones de la tradición escurialense y del manierismo con el primer desarrollo de las formas barrocas. La trayectoria profesional de Alonso Carbo­nel representa el triunfo de un modelo formativo, el de arquitectoartista, que tuvo en el dominio del di­bujo la máxima garantía de aplicación correcta de los conocimientos puramente técnicos. Tuvo el honor de servir con lealtad y eficacia a los patronos más pode­rosos de la época, el rey Felipe IV y el conde-duque de Olivares, haciéndose merecedor de su confianza y aprecio personal.

Hijo de Alonso Carbonel y Villanueva, carpintero de Albacete, recibió su primera formación en el taller familiar, donde aprendió los principios geométricos necesarios para armar estructuras de cierta comple­jidad. En 1603 se le documenta por primera vez en Madrid, como aprendiz en el obrador de Antón de Morales, con quien se formó en el arte de la escultura y la traza de retablos.

De esta manera se conformaría su doble faceta profesional, la de escultor y arquitecto de retablos, con la que fue conocido en sus primeros años de tra­bajo en la capital. Años de dedicación que pronto le otorgarían un prestigio —una imagen de marca— y una capacidad de contratación que le situaron, al alimón con el taller de Antonio de Herrera, a la ca­beza de la construcción de retablos. Su perfil pro­fesional evolucionaría hacia el de empresario y tra­cista, cada vez más alejado de la práctica manual de la escultura.

Entre las obras más relevantes de este período (1611-1627), delimitado por la propia existencia de un taller en plena actividad, habría que situar el reta­blo mayor (1611-1618) de la iglesia de la Magdalena de Getafe (Madrid), el toledano de Santo Domingo el Antiguo (1619-1620), los de la iglesia del convento de la Merced de Madrid (1621-1634) y el túmulo fu­nerario de Felipe III erigido en el templo madrileño de Santo Domingo el Real (1621). En estas obras pudo demostrar su perfecto dominio del lenguaje clasicista y un deseo por superar sus normas en bene­ficio de una concepción más decorativa. Desde posi­ciones herederas de la arquitectura escurialense y sin atisbo alguno de reacción, inició su experimentación con fórmulas de progenie manierista. El tratamiento individualizado de algunas partes del retablo mayor de Getafe, su carácter dinámico, el denodado interés por lograr una óptima relación con el espectador para superar las limitaciones de la cabecera gótica; y, en general, el subjetivismo aplicado a sus formas delatan la asimilación de los modelos serlianos y el deseo de experimentar con ellos.

Entre los años 1611 y 1614, Alonso Carbonel tra­bajó para Francisco González de Heredia en las de­coraciones de la iglesia parroquial de Mejorada del Campo y en la construcción de su nueva residencia de la calle de Atocha. Fue en esta última fábrica donde por primera vez pudo llevar a la práctica tridimensio­nal sus conocimientos como tracista.

En 1627 fue nombrado aparejador de las Obras Reales de Felipe IV, tras un polémico concurso en el que tuvo que enfrentarse a la hostilidad del maestro mayor Juan Gómez de Mora. Este concurso le ofreció la oportunidad de defender con argumentos estéti­cos sus posiciones como arquitecto dominador del di­bujo y de plantear el recurrente arquetipo “miguelan­guelesco” de artista total. No fue una casualidad que, coincidiendo con este nombramiento, entrara en con­tacto con Giovanni Battista Crescenzi (1577-1635), personalidad crucial para su carrera profesional. De todos los maestros de su generación, Carbonel era el mejor preparado para sintonizar con su ideario im­portado de Italia. La mano de este dúo, tan desigual como complementario, se dejaría sentir de forma acusada en la arquitectura áulica, sobre todo, cuando en 1630 el italiano fue nombrado superintendente de las Obras Reales y el manchego, aparejador mayor. El principal perjudicado por esta nueva situación fue Gómez de Mora, que —arrinconado y acosado por un proceso judicial— tuvo que ver como su proyecto para la fachada del Alcázar era modificado sustancial­mente. Crescenzi y Carbonel desmontaron la torre del Sumiller (1631-1632), remodelada no hacía mu­cho tiempo por Juan Gómez de Mora, en beneficio de una concepción que primaba una visión más hori­zontal en la que descollaban el pórtico principal y las torres de las esquinas.

El fruto más importante de esta asociación profesio­nal fue el palacio del Buen Retiro, una villa suburbana construida ex novo y aprestada para satisfacer las ne­cesidades lúdicas y ascéticas de Felipe IV y su valido, el conde-duque de Olivares. Carbonel fue nombrado maestro mayor del Buen Retiro el 29 de noviembre de 1633. Antes de la muerte de Crescenzi quedó con­figurado el núcleo principal del palacio, de una ma­nera más tradicional y castiza de lo que pudiera su­poner la presencia del italiano. Ello pudo deberse a los designios personales de Olivares, preocupado por satisfacer los caprichos de su Rey, pero también a una tendencia latente en la arquitectura española de la Edad Moderna que delimitaba lo ornamental a unos lugares concretos y significativos. Así, en el entorno del jardín, en sus ermitas y en los espacios recoletos que envolvían las dependencias palaciegas se puede observar una mayor preocupación por desarrollar el formalismo manierista. Mientras que en los alzados de las plazas y de los patios de las habitaciones reales mandaba el funcionalismo más sobrio y ortogonal.

En las ermitas del Buen Retiro, Carbonel tuvo la oportunidad de desplegar un amplio catálogo de solu­ciones arquitectónicas, que conciliaron con éxito los usos religiosos de estos recoletos edificios y el deleite profano ofrecido en sus jardines, fuentes y grutas. De entre todas ellas, por su originalidad y artificio, destaca la ermita de San Antonio de los Portugue­ses (1635-1637), a medio camino entre una resi­dencia real —acondicionada para el disfrute de los sentidos— y un lugar de recogimiento, que no tuvo parangón en la arquitectura española del momento. Su planta centralizada y fortificada para sostener un elegante chapitel, sus tribunas y miradores, el foso ex­cavado que servía como jardín, el edificio de los ofi­cios y el estanque polilobulado formaban un delicioso conjunto. Una especie de palacio en miniatura dentro del gran palacio, dotado de unidad y autonomía que lo convirtieron en una de las joyas más preciadas del Real Sitio.

En la arquitectura del Buen Retiro quedó en evi­dencia la preocupación de Carbonel por lo que po­dría denominarse como “estética de la cubierta”. De entre la masa arbórea del Buen Retiro despuntaban airosos los chapiteles, que otorgaban al conjunto pa­laciego un aspecto a medio camino entre lo religioso y lo pintoresco. Las esquinas de la plaza principal, los extremos de las habitaciones reales, las ermitas o las atarazanas del estanque fueron realzados con esta so­lución estructural que combinaba la madera, el plomo y la pizarra.

No fueron menos innovadoras las arquitecturas del Casón del Buen Retiro (1637-1638) y del Co­liseo (1638-1640). En el primer caso se trataba de una tipología de edificio, la del salón de baile, prác­ticamente desconocida en España. Alonso Carbonel logró crear un magnífico envoltorio para una pieza principal cubierta con una bóveda de grandes dimen­siones. Un espacio diáfano, sin soporte alguno que lo incomodara, en estrecha conexión con el jardín e inundado de luz gracias a los grandes ventanales que rasgaban sus muros.

La construcción de las últimas ermitas del Buen Re­tiro coincidió con un período de especial importan­cia en la trayectoria de Alonso Carbonel. La muerte de Crescenzi (1635) y el apartamiento de Gómez de Mora (1636) le darían la oportunidad de consagrarse —siempre en su cargo de aparejador mayor— como el gran dominador de la arquitectura real en los úl­timos años de la década de los treinta. Consolidado como el principal arquitecto del Buen Retiro, su ac­tividad pronto se desplazaría a las cámaras más repre­sentativas del Alcázar de los Austrias: el Salón Do­rado, el Salón Nuevo, la Pieza Oscura y la Sala de las Furias. Estos espacios quedaron conectados (1639-1642) por una original enfilada central e ilumina­dos por un ventanal abierto en la fachada occidental, donde antes se levantaba uno de los cubos. Pero ade­más sus alzados se articularían con una nueva con­cepción decorativa, basada en las calidades y en el cromatismo de los materiales suntuarios, cuyo prin­cipal precedente fue el panteón escurialense. Casi co­etánea a la reforma de estos salones fue la transfor­mación de la vieja sacristía del Alcázar (1640-1643) en un magnífico relicario revestido con materiales nobles. En su cámara más profunda se armaron, se­gún los diseños de Carbonel, tres muebles a base de maderas finas y bronces para albergar las reliquias de la Monarquía.

Como arquitecto particular del conde-duque de Olivares construyó a partir de 1633 la iglesia y el convento de las monjas dominicas de Loeches (Ma­drid). El diseño de este conjunto monástico formaba parte de un planteamiento urbanístico muy ambi­cioso que integraba en torno a una plaza de nueva creación, a modo de compás, la citada fundación, la casa-palacio del valido y la iglesia del convento de Carmelitas Descalzas. Sobre la base del modelo conventual de la Encarnación de Madrid, especial­mente en lo que respecta a su planta, el manchego realizó una versión actualizada de su fachada. Por un lado, quedó integrada en un frente de sillería que discurría hasta más allá del palacio del conde-duque, logrando una perfecta continuidad entre ambos edi­ficios; y, por otro, reprodujo en su planta una jerar­quía volumétrica, en la misma medida que lo ha­bía hecho en su alzado, que acentuaba la sensación de relieve y claroscuro. En sus tres calles principales distribuyó en perfecta simetría los huecos decorados con elementos del repertorio manierista de proge­nie romana que intensificaban la plasticidad y un cierto aire de inestabilidad del conjunto. Una vuelta de tuerca —tal vez la última de su carrera— a las re­cetas clasicistas que una vez más demostraba domi­nar a la perfección.

La caída de Olivares en 1643 y la reincorporación de Gómez de Mora a su puesto de maestro mayor no afectaron en demasía su carrera profesional. Ya por aquel entonces era un artista muy valorado por Felipe IV que cada vez demostraba una mayor inclinación hacia el arte de construir. Sólo así se puede entender que en las sucesivas jornadas de Aragón con­tara con Carbonel para la delicada y personal tarea del aposentamiento de la Corte y para despachar las con­sultas sobre arquitectura que se hacían desde Madrid. Es entonces cuando se descubre a un Monarca cu­rioso y detallista que, apoyado en los criterios técnicos de su arquitecto, gustaba de controlar todos los aspec­tos relacionados con la construcción de sus palacios.

En 1648 culminó su carrera profesional en las Obras Reales con el nombramiento de maestro mayor. Un año después se encargó de las decoraciones efíme­ras que saludaron la entrada en Madrid de Mariana de Austria. La finalización del panteón de El Esco­rial (1654) le permitió demostrar su versatilidad como artista, capaz de manejar diferentes registros formales y de adaptarse a las necesidades de cada fábrica y al deseo de su comitente.

De este mismo período serían la traza del retablo mayor de la iglesia de las Maravillas, que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, y el retablo —también desaparecido— de la capilla de Santo Do­mingo Soriano del convento de Santo Tomás (1654). El diseño para las Maravillas representa un paso atrás con relación a las soluciones decorativas plantea­das por el manchego en la Magdalena de Getafe y en Santo Domingo el Antiguo de Toledo. Fuera por la extensión áulica de este encargo o por respetar la austeridad carmelitana, optó de forma deliberada por encajar su aparato formal en los límites de la arquitec­tura, respetando su más que manifiesto clasicismo. El único atisbo de puesta al día vendría dado por el am­plio desarrollo en altura del pedestal y del orden del primer cuerpo. Esta misma circunstancia se repetiría en el alzado del retablo del convento de Santo Tomás, una obra en la que Carbonel confirmó su mesura en la aplicación de las normas clásicas, en este caso, reco­nociendo seguir los preceptos de Vignola.

Falleció el 1 de septiembre de 1660, a los setenta siete años de edad, dejando una hacienda relevante y saneada, propia de un hombre que había vivido acorde a su trabajo y a sus posibilidades materia­les. Atrás había quedado el recuerdo de su primer matrimonio con Gregoria Girón, a quien asesina­ría por diferencias conyugales en 1616. Este hecho violento no alteró en nada su carrera profesional. A finales de ese mismo año casó con Ana de Seseña y Jibaja, una joven perteneciente a una familia hi­dalga de Getafe venida a menos. Conocedor de sus limitaciones y seguro de sus pretensiones, planeó una estrategia a largo plazo para que sus hijos María (1617-1698) y José (1620-1665) ascendieran en el escalafón social. Pero además, después de la muerte de su hermano Ginés en 1632, se hizo cargo de sus cuatro sobrinos ofreciéndoles una educación y un futuro dignos de consideración. Uno de ellos, Bal­tasar (1621-1692), sería conocido como fray Tomás Carbonel, llegando a ser obispo de Sigüenza y con­fesor de Carlos II.

En términos estéticos su aportación a la arquitec­tura áulica se podría calificar como relativamente no­vedosa en sus primeros años de aparejador, y un tanto estancada cuando, como maestro mayor, contempló el crecimiento y la maduración de una nueva genera­ción de artistas que definiría las formas del Barroco. En la primera etapa propondría un planteamiento muy decorativo desde el uso de los órdenes clásicos, siempre en el límite de la ortodoxia, y desde posicio­nes manieristas. Si bien no supuso una ruptura con la arquitectura escurialense, sí que le dio aires de re­novación suficientes para que sus contemporáneos apreciaran el contraste. En este proceso, queda dicho, precipitarían su experiencia serliana, demostrada en su producción de retablos, y la influencia de las ense­ñanzas de Crescenzi. Pero lo que un día fue una no­vedad, pronto se convertiría en algo repetitivo a pesar de los intentos de Carbonel por renovar su lenguaje, por ejemplo, en las arquitecturas efímeras de la en­trada de Mariana de Austria.

En esta misma línea hay que decir que el modelo de arquitecto-artista encarnado por Carbonel, aun­que sin asociar todavía a las formas del Barroco ma­drileño, pudo ser el espejo en el que se miraron los artífices que dieron el paso hacia delante en esta evolución de la edilicia cortesana. Su éxito profesional en la jerarquía de las Obras Reales de Felipe IV sig­nificó la convalidación de una vía formativa que tuvo en el dominio del dibujo la máxima garantía de apli­cación correcta de los conocimientos puramente téc­nicos. Sin olvidar la crucial aportación de otros artis­tas venidos de fuera, como Alonso Cano, se puede considerar al arquitecto de Albacete como un escalón inexcusable en este proceso de renovación formal que con los años precipitaría el Barroco madrileño más transgresor y alejado del vitruvianismo.

 

Obras de ~: Retablo mayor de la iglesia de la Magdalena, Getafe (Madrid), 1611-1618; Retablo de la Anunciación en la iglesia del convento de Santo Domingo el Antiguo, To­ledo, 1619-1620; con G. B. Crescenzi, Remodelación de la fachada del Alcázar, Madrid, 1631-1632, y Palacio del Buen Retiro, Madrid, 1630-1637; Iglesia y convento de las dominicas, Loeches (Madrid), 1633-1640; Casón del Buen Retiro, Madrid, 1637-1638; Finalización del Panteón de Reyes, El Esco­rial, 1648-1654; Retablo de la capilla de Santo Domingo Soriano del convento de Santo Tomás, Madrid, 1654.

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Juan Luis Blanco Mozo