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Enrique María Manuel Gil y Carrasco

Biografía

Gil y Carrasco, Enrique María Manuel. Villafranca del Bierzo (León), 15.VII.1815 – Berlín (Alemania), 22.II.1846. Escritor y diplomático.

En Villafranca del Bierzo su padre, Juan Gil y Bas, hidalgo de vieja alcurnia, ejercía como administrador de bienes de los marqueses de Villafranca. En 1822, tras una inspección de cuentas, se descubrieron irregularidades, por lo que fue despedido como administrador.

En septiembre de 1823, se trasladó con su familia a Ponferrada, donde ocupó el puesto de administrador de Rentas Reales; desde 1824 hasta 1826 tuvo que dedicar la tercera parte del sueldo a resarcir, por convenio, las deudas contraídas con los marqueses (Picoche, 1978: 19). Esta circunstancia familiar dejó huella en la trayectoria personal de Enrique (convencido de que su padre había sido víctima de una injusticia) y se trasluce en alguno de sus escritos.

Desde 1823 a 1828, asistió a clases en el colegio de los padres agustinos de Ponferrada. Recuerdos del ambiente de esta ciudad y de sus monumentos (en especial el castillo de los templarios, Orden por la que sentirá un vivo interés), fueron evocados con nostalgia en algunos de sus poemas y relatos.

Entre 1828 y 1831 estudió Filosofía en el monasterio de los benedictinos de Vega de Espinareda y en el Seminario de Astorga. En 1831 volvió a Ponferrada, donde, por falta de medios, inició, como alumno libre, el primer curso de la carrera de Derecho. Al año siguiente, se trasladó a Valladolid, en cuya Universidad estudió, como alumno oficial, dicha carrera hasta el quinto curso. En 1836, pasó a la Universidad de Madrid, donde se matriculó en sexto de Derecho. Eugenio de Ochoa afirmó en 1840 que Gil y Carrasco “ha dado remate a su carrera de leyes, recibiéndose de abogado en el pasado año 1839”, información no confirmada, ya que a partir de 1837 su nombre no figura “en las listas de matrículas, ni en los exámenes de curso” de la Universidad (Picoche, 1978: 32). De lo que sí hay constancia es de que muy pronto se relacionó con el grupo de escritores vinculados a Espronceda, de quien llegó a ser un gran amigo, y frecuentó las reuniones de “El Parnasillo”, donde tuvo ocasión de conocer al citado Ochoa, a Larra, Mesonero, Hartzenbusch, González Bravo (en ese momento liberal exaltado, y con el que mantuvo una larga amistad).

En 1837 murió su padre y dos entrañables amigos de Ponferrada, los hermanos Guillermo y Juana Baylina (la mujer amada), a quienes dedicó tres de sus primeros poemas: “El cisne” (que evoca la figura del padre, insistiendo en su inocencia: “del que bueno y sin culpas expiró”), “La campana de oración” (“A la memoria de mi desgraciado amigo D. G. Baylina”) y “Sentimientos perdidos”, en el que recuerda el “amor dichoso” de la que fue “el ensueño de mi vida”. Ese mismo año ingresó en El Liceo, sociedad literaria y artística, en la que en una velada del mes de diciembre, se leyó, por mediación de Espronceda, uno de los más bellos poemas de Gil y Carrasco: “Una gota de rocío”. El 30 de enero de 1838, al visitar la regente María Cristina dicha sociedad, se le entregó un álbum con seis poemas, entre los que aparece seleccionado uno de Gil (“La niebla”), lo que pone en evidencia su reconocimiento como poeta, que se fue consolidando con los más de treinta poemas que publicó entre 1838 y 1839 en revistas y periódicos importantes de la época: El Español, El Liceo, El Correo Nacional y El Seminario Pintoresco. Este conjunto de poemas fue editado por Gumersindo Laverde en 1873 en un volumen titulado Poesías líricas.

Aunque gran admirador de Espronceda, la poesía de Gil y Carrasco se mueve por otros derroteros del romanticismo, que anticipan la obra de Bécquer. En los artículos de crítica literaria que escribió entre 1838 y 1844 (unos cuarenta, entre los que destacan los dedicados a la obra de Espronceda, Rivas y Zorrilla) se descubren los principios de su poética, entre los que destaca la posición ecléctica en el enfrentamiento entre clasicismo y romanticismo: “[...] nosotros aceptamos del clasicismo el criterio de la lógica; no la lógica de las reglas, insuficiente y mezquina para las necesidades morales de la época, sino la lógica del sentimiento, la verdad de la inspiración, y del romanticismo aceptamos todo el vuelo de esta inspiración, toda la llama y el calor de las pasiones” (Obras Completas, 481). Su sensibilidad lírica se distancia de la corriente “amarga” y “desconsolada” de Byron (reflejada en textos de Espronceda tan representativos como “A Jarifa”, “El verdugo” y “El reo de muerte”), que, en su opinión, da origen a “una poesía escéptica, falta de fe, desnuda de esperanza y rica de desengaño y dolores, que más bien desgarra el corazón que lo conmueve”, y que “despoja el alma hasta del placer de la melancolía y anubla a nuestros ojos el porvenir más dulce, el porvenir de la religión” (Obras Completas, 496 y 484).

Frente a esa corriente, caracterizada por la rebeldía y cierto satanismo un tanto teatral, Gil y Carrasco, por su autenticidad y sencillez, su tendencia al intimismo con un trasfondo de melancolía, y sus creencias, está más cerca de Chateaubriand (J. R. Lomba y Pedraja) o Lamartine (D. G. Samuels), con quienes comparte el sentimiento religioso y el amor a la naturaleza, en la que encuentra consuelo para su tristeza y soledad.

Es precisamente este amor a la naturaleza uno de los temas preferidos de la poesía de Gil, presente en múltiples poemas: “Un día en soledad” (“Buscad la paz orilla de los ríos”), “La niebla” (“[...] envuélveme con tu velo / dame sombras y consuelo, / que tú sola mi dolor / has comprendido en el suelo”), “La violeta” (“Flor deliciosa en la memoria mía”), etc. Otros temas recurrentes son: la añoranza de la niñez, de la tierra natal del Bierzo y de la patria, así como la nostalgia del pasado (“Un recuerdo de los Templarios”: “Yo vi en mi infancia descollar al viento / de un castillo feudal la hermosa torre”: el castillo de Ponferrada); el tema de la libertad (“A Polonia”, “El dos de mayo”, “A la memoria del general Torrijos”, “A la memoria del conde de Campo Alange”; Gil, aunque moderado, fue siempre un liberal convencido, de ahí su admiración por Torrijos, “el caudillo de los bravos”; clama por la libertad e independencia de Polonia, “solitaria nación entrada a saco” y sojuzgada por Austria, Prusia y Rusia; saluda la entrada de los liberales en Bilbao, donde muere Campo Alange como “mártir de una santa idea”: la libertad; celebra el convenio de Vergara en “Paz y porvenir”: “Abrid el corazón a la esperanza”); el tópico de la brevedad y vanidad de la vida humana: “Una gota de rocío” (“pero es tan frágil tu existencia hermosa”/ y tu espléndida gala tan fugaz”), “La caída de las hojas” (“Era mi amor dulce nido /colgado en tan frágil hoja, /que con el viento ha caído”), etc.; y el amor: “Sentimientos perdidos” (“Que era ¡ay Dios! el ensueño de mi vida, / la virgen que adoré”).

En 1839, Mesonero Romanos le pide para el Semanario Pintoresco una serie de trabajos sobre tipos, usos y costumbres del Noroeste de España y Gil escribe cinco artículos costumbristas (“Los maragatos”, “El pastor trashumante”, “Los montañeses de León”, “Los asturianos” y “Los pasiegos”), en los que, apartándose del pintoresquismo, realiza una descripción realista de ambientes, costumbres, tipos (que analiza con perspicacia psicológica) y espacios, en los que se percibe un “sentimiento profundo del paisaje y de amor entrañable a la naturaleza, a la tradición y a la sencillez y salud de los primitivos” (Lomba y Pedraja, 1915: 159). Otro artículo costumbrista, “El segador”, aparece en Los españoles pintados por sí mismos. Aparte de estas publicaciones en revistas, Gil colabora en dos periódicos diarios, El Correo Nacional y La Legalidad.

Es ya un crítico de reconocido prestigio. Pero, su carrera literaria se ve interrumpida por un grave ataque de hemotipsis que le obliga a retirarse a Ponferrada, donde permanece recuperándose hasta junio de 1840. En carta a Mesonero, dice que está recorriendo el Bierzo “en busca de materiales” para un relato en prosa que es su primera novela: El lago de Carucedo.

El tema deriva de una leyenda relacionada con dicho lago del Bierzo, que se creía fruto de un terremoto, en el que habrían desaparecido los protagonistas del relato, víctimas del sino que había perseguido su accidentada existencia, de clara filiación romántica en sus ingredientes fundamentales: frustración de las ilusiones juveniles, un amor imposible, búsqueda de consuelo en la soledad del claustro y en la naturaleza.

En julio de 1840 Gil vuelve a Madrid. Por mediación de Espronceda, obtuvo el puesto de ayudante de Martín de los Heros, nuevo director de la Biblioteca Nacional, lo que le proporcionó estabilidad económica y fácil acceso a la bibliografía necesaria para sus trabajos. En 1841 publicó en la revista El Pensamiento un estudio sobre Juan Luis Vives y otro sobre los Romances Históricos de Rivas, considerado por Gil como restaurador de la tradición poética nacional. En 1842 ocurre la muerte de su amigo Espronceda, al que acompaña hasta los últimos momentos y le dedica el que fue su último poema: “¡Oh, mi Espronceda! ¡oh generosa sombra! / ¿Por qué mi voz se anuda en mi garganta / cuando el labio te nombra?”.

En el verano de ese año recorrió, una vez más, la región del Bierzo y recoge sus impresiones sobre la realidad geográfica, histórica y artística de la zona en Bosquejo de un viaje a una provincia del interior, en el que, a juicio de Lomba y Pedraja, reúne el material paisajístico que le va a servir para la redacción de El Señor de Bembibre, en cuya escritura está ya embarcado.

En esta novela histórica hace emerger de entre las ruinas, y en medio de un paisaje perfectamente reconocible, los castillos de Ponferrada, Cornatel y Tordehumos, así como los monasterios de Carracedo y San Pedro de los Montes, en los que sitúa a los personajes del relato, enmarcados en el contexto histórico de la caída de la Orden del Temple a comienzos del siglo xiv. En el argumento se entrecruzan, en un perfecto ensamblaje de historia y ficción, el relato de la caída de dicha Orden con la intriga amorosa de los jóvenes protagonistas, Álvaro Yáñez y Beatriz Osorio, cuyo padre se opone a esta relación amorosa, e inclina a su hija al matrimonio con el conde de Lemus (enemigo de los templarios) a raíz de la falsa noticia de la muerte de Álvaro, herido en el sitio de Tordehumos.

El joven, desengañado, ingresa en el Temple, y su voto de castidad será un nuevo obstáculo para el reencuentro de los amantes a la muerte del conde.

Beatriz, gravemente enferma, apenas puede sobrevivir hasta la llegada de la dispensa del voto: el abad de Carracedo bendice la unión de los amantes, horas antes de “exhalar el último suspiro”. Con la partida del joven a Tierra Santa y posterior retiro al monasterio de San Pedro de los Montes, finaliza el relato romántico de un amor marcado por la fatalidad.

En cuanto a la caída del Temple (sobre la que Gil se informa, según Picoche, en las obras generales de historia de Mariana, Zurita y Michelet, y las dedicadas específicamente a los templarios por Campomanes, Raynouar y Bastús, entre otros), pone en pie unos personajes históricos reales (el infante don Juan y Juan Núñez de Lara en su enfrentamiento en el sitio de Tordehumos, inicio de la persecución contra los templarios en Castilla; Pedro Fernández de Castro, conde de Lemus, y Rodrigo Yáñez, último maestre del Temple castellano y, en la ficción, tío de Álvaro) inmersos en unos acontecimientos reales: orden de supresión del Temple por Clemente V, persecución de los templarios franceses y aragoneses en 1307, sitio de Tordehumos en 1308, concilio absolutorio de Salamanca en 1310, y primera sesión del concilio de Viena, 1311. El narrador subraya que en ese concilio de Salamanca intervinieron obispos ejemplares por “su ciencia y evangélicas virtudes” (cap. X), observación que atestigua la simpatía de Gil por los templarios castellanos (personificados en la figura del maestre Yáñez, modelo de fe, austeridad e, incluso, capacidad de autocrítica: del orgullo y opulencia, signo de “decadencia de nuestra orden”, cap. XII) y su pesar por la supresión de la Orden, acontecimiento y pesar en los que es razonable intuir cierta analogía buscada con la contemporánea desamortización y exclaustración de órdenes religiosas.

En noviembre de 1844, el nuevo presidente del Gobierno, Luis González Bravo, piensa en su amigo Gil y Carrasco, por sus dotes personales y conocimiento de idiomas (francés e inglés), para desempeñar el cargo de secretario de legación en Berlín, con el objetivo de informar al Gobierno sobre cuestiones relacionadas con la legislación de los Estados alemanes sobre “organización general, provincial y municipal”, la educación en sus diversos niveles y sobre la industria y el comercio, y con la misión secreta de preparar el camino para el reconocimiento de la reina Isabel y sondear sobre la posible reanudación de las relaciones diplomáticas entre España y Prusia, rotas desde 1836.

En abril de 1844 inicia el largo viaje a través de Francia (en París, el embajador de España, Martínez de la Rosa, le provee de cartas de recomendación para el barón von Humboldt), Bélgica y Holanda, hasta su llegada a Berlín el 24 de septiembre. En sucesivas cartas a la Secretaría de Estado, da cuenta de la trayectoria y cumplimiento de los objetivos del viaje. En carta de 6 de enero de 1845 al secretario de Estado, destaca la buena acogida que se le está dispensando en “los círculos más distinguidos” de la sociedad prusiana, en los ambientes diplomáticos y en la misma Corte, por mediación de Humboldt: “Todas estas atenciones me hacen augurar favorablemente de las disposiciones de esta Potencia hacia nosotros”. En una comida con el príncipe Carlos se permite “rectificar algunos de los errores que con respecto a la situación de la Península se han introducido en este país a favor de la interrupción de las relaciones políticas”. Finalmente, percibe que “la idea del reconocimiento de S. M. y la buena influencia consiguiente entre los dos países es aquí sumamente popular” (Gullón, 1951 y 1989: 199).

En el verano de 1845 sufre una recaída en su enfermedad.

Pide unos meses de convalecencia y pasa un tiempo en el balneario de Reinerz en Silesia. Recibe unos ejemplares de El Señor de Bembibre. Humboldt le aconseja regalar uno al Rey, que el mismo barón le entrega.

Su Majestad, que entiende español, lee la novela y, muy gratamente impresionado, pide información y mapas sobre la región del Bierzo, escenario de la historia de ficción. En reconocimiento de sus méritos, concede a Gil y Carrasco la Gran Medalla de Oro del Estado, reservada a personalidades eminentes de las Artes y las Letras. A comienzos del nuevo año, se agrava su estado de salud. Muere el 22 de febrero de 1846. Su funeral se celebra, con la asistencia de numerosos diplomáticos y amigos, en el cementerio católico de Santa Eduvigis de Berlín. Había cumplido con dignidad y eficacia su delicada misión: a los dos años, se restablecen las relaciones diplomáticas entre ambos países. Con su muerte temprana, se quiebra una gran promesa literaria del Romanticismo, ya que, además de abrir el camino a la modalidad lírica de Bécquer (para Gerardo Diego “parece indudable que Bécquer leyó a Gil”, en quien alienta el mismo “espíritu misterioso, soñador, virginal, la capacidad de precisión en el ensueño y la magia, la mezcla de emoción adolescente y de etérea fantasía simbólica”) y de crear una exquisita prosa poética como pintor de la naturaleza, a Gil y Carrasco le corresponde el mérito de haber escrito la mejor novela histórica del Romanticismo español.

 

Obras de ~: “El lago de Carucedo”, en Semanario Pintoresco Español, serie II, n.º 29 (19 de julio de 1840), págs. 228-229; n.º 30 (26 de julio de 1840), n.º 31 (2 de agosto de 1840), págs. 242-246; n.º 32 (9 de agosto de 1840), págs. 250-255); El señor de Bembibre, Madrid, Est. Tipográfico de don Francisco de Paula Mellado, 1844 (ed. de J. L. Picoche, Madrid, Cátedra, 1985; ed. de J. C. Mestre y M. A. Muñoz Sanjuán, Madrid, Espasa Calpe, 2004); Obras de Enrique Gil ahora por primera vez reunidas en colección, t. I. Poesías líricas, Madrid, casa editorial de Medina y Navarro, 1873; Obras en prosa, coleccionadas por D. J. del Pino y D. F. de Vera e Isla, Madrid, Imprenta de D. E. Aguado, 1883; Obras Completas de Don Enrique Gil y Carrasco, ed., pról. y notas de D. J. Campos, Madrid, Atlas, 1954 (Biblioteca de Autores Españoles, 74); Artículos de viajes y de costumbres, ed de R. Alba, Madrid, Miraguano, 1999; Obra poética completa, ed. de E. Peral Vega, León, Instituto Leonés de Cultura, 2000.

 

Bibl.: E. Gil y Carrasco, Un ensueño. Biografía, León, Viuda e Hijos de Miñón, 1855 (también en Poesías líricas, op. cit., págs. VIII-XXXII); J. R. Lomba y Pedraja, Enrique Gil y Carrasco. Su vida y su obra literaria, Madrid, Imprenta de los Sucesores de Hernando, 1915; J. M. Goy, Enrique Gil y Carrasco. Su vida y sus escritos, Astorga, Imprenta de Magín G. Revillo, 1924; D. G. Saumels, Enrique Gil y Carrasco. A study in spanish romanticism, Nueva York, Instituto de las Españas en los Estados Unidos, 1939; E. A. Peers, “Enrique Gil y Walter Scott”, en Ínsula, n.º 6 (15 de julio de 1946), págs. 1d-2d; B. Varela Jácome, “Paisaje del Bierzo en El Señor de Bembibre”, en Boletín de la Universidad de Santiago de Compostela, n.os 49-50 (enero-diciembre de 1947), págs. 147- 162; R. Gullón, Cisne sin lago. Vida y obra de Enrique Gil y Carrasco, Madrid, Ínsula, 1951 (ed. León, Ediciones Lancia, 1989); J. Campos, “Prólogo”, en E. Gil y Carrasco, a las Obras Completas de Enrique Gil y Carrasco, op. cit., págs. VIIXXXI; G. Ledda, “Il romanzo storico di Gil y Carrasco”, en Miscelanea di studi ispanici (Università di Pisa), n.º 8 (1964), págs. 133-146; M. Montes Huidobro, “Variedad formal y unidad interna en El Señor de Membibre”, en Papeles de Son Armadans, año XIV, t. LIII, n.º 159 (1969), págs. 233-255; G. Diego, “Enrique Gil y Bécquer”, en La Nación (Buenos Aires), n.º 27.266 (11 de mayo de 1974), pág. 2 f, g, h; J. L. Picoche, Un romántico español : Enrique Gil y Carrasco (1815-1846), Madrid, Gredos, 1978; M. P. Iarocci, Enrique Gil y Carrasco y la genealogía de la lírica moderna: en torno a la poesía y prosa de Enrique Gil y Carrasco (1815-1846), Newark (Delaware), Juan de la Cuesta cop., 1999.

 

Demetrio Estébanez Calderón