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Julián Manuel de Arriaga Rivera de San Martín y Duque de Estrada

Biografía

Arriaga Rivera de San Martín y Duque de Estrada, Julián Manuel de. Segovia, 1700 – Real Sitio de El Pardo (Madrid), 28.I.1776. Marino, secretario de Marina e Indias.

Procedente de una noble familia, su padre fue regidor y alcaide mayor perpetuo de Burgos. A los diecisiete años fue admitido como caballero de Justicia en la Orden de Malta en la que ya habían profesado dos hermanos de su padre. En esta Orden llegó a alcanzar los grados y los beneficios de comendador de Fuente la Peña, gran cruz y baylío, por lo que se le conoció como frey Julián de Arriaga, y murió obviamente célibe.

Después de haber superado los correspondientes exámenes de aptitud, ingresó como alférez de fragata en la Armada española (6 de mayo de 1728), embarcando casi inmediatamente en la flota de Indias al mando del marqués de Mari con la que regresó con caudales a Cádiz (18 de agosto de 1730), para tomar casi inmediatamente parte en varias comisiones, tanto en el Atlántico como en el Mediterráneo, en los sucesivos empleos de alférez de navío y de teniente de fragata. Embarcó en la escuadra del teniente general Francisco Cornejo (15 de junio de 1732), participando en la reconquista de Orán, y, ascendido a teniente de navío (19 de agosto de 1733) estuvo a las órdenes de los almirantes conde de Clavijo y Gabriel de Alderete, y regresó a Cádiz en 1734 para partir para el Pacífico, visitando las islas Malvinas, Valparaíso y El Callao, y, más tarde, las Antillas y Costa Firme, con la escuadra de Rodrigo de Torres. A su regreso ascendió a capitán de fragata (29 de agosto de 1739) y desempeñó otras comisiones en España. Obtenida patente de capitán de navío (18 de junio de 1745), se le dio el mando del de dos puentes Constante, con el que realizó sendos viajes a Río de la Plata.

Al objeto de organizar el corso por el Mediterráneo se coordinó una división naval con su buque, el del mismo tipo América y cuatro jabeques, de la que se dio el mando a Arriaga (13 de noviembre de 1748), con atribuciones para reclutar y despedir su propia marinería. En 1749 fue incorporado con los citados navíos a la expedición destinada a sofocar en Venezuela el levantamiento contra la Compañía de Caracas, y una vez realizado su cometido en La Guayra, pasó a Cartagena de Indias y La Habana, para regresar después a Cádiz, de donde marchó a Cartagena para continuar reprimiendo el corsarismo participando en diversos encuentros bélicos y capturando algunas presas berberiscas.

A partir de 1751, en que ascendió a jefe de escuadra, comenzó a desempeñar altos cometidos en la Administración, fue nombrado gobernador y capitán general de Venezuela, cargo que ejerció con gran acierto pero durante breve plazo, ya que al año siguiente ocupó la plaza de intendente del departamento de Cádiz y presidente de la Casa de Contratación (23 de noviembre de 1751), dándose en su persona la peculiaridad de pasar a pertenecer al cuerpo de Ministerio de la Armada, sin dejar de formar parte del cuerpo general. En este período desplegó gran actividad en la aplicación de la Ordenanza de Montes que más tarde completaría, colaborando intensamente desde Cádiz con el programa de construcciones de navíos y jabeques del arsenal de Cartagena.

Partidario convencido de la política de paz armada con Inglaterra, en virtud del Real Decreto de 22 de julio de 1754, relevó al también sanjuanista, marqués de la Ensenada, en una de las tres secretarías que éste había disfrutado antes de su fulminante cese: la conjunta de Marina e Indias, siendo ascendido a teniente general al año siguiente (20 de mayo de 1755).

En esta primera etapa ministerial, iniciada con el terrible terremoto de 1755 que asoló Cádiz y buena parte de Andalucía, destruyendo numerosas instalaciones de Marina, se empleó con gran dedicación en su reconstrucción. En cuanto se pudo continuar la política de construcción naval intensiva del mandato anterior, se llevó a cabo de forma tan activa que entre 1755 y 1759 se consiguió botar diecisiete navíos de línea y veinticuatro fragatas. En el aspecto orgánico y administrativo hizo prevalecer el criterio de los comandantes de las escuadras sobre el de intendentes e interventores.

A la muerte de Fernando VI, Carlos III, cuyo traslado de Nápoles a España organizó, le confirmó en la secretaría a cuya cabeza continuaría hasta el final de sus días, y le nombró gentilhombre de su cámara y superintendente general de Azogues, pese a no contar con la simpatía del influyente Tanucci, el confidente napolitano del Rey, por ser Arriaga un conocido defensor de la Compañía de Jesús y poco proclive a la política regalista que se pretendía imponer, ni tampoco con la del marqués de la Victoria, director general de la Armada y flamante capitán general, quien aspiraba a obtener su puesto ministerial.

Durante la contienda de 1762 impulsó fuertes armamentos corsarios contra el comercio inglés en el País Vasco, Galicia y Andalucía, consiguiéndose bastantes capturas, pero no pudo evitar la pérdida de las plaza de La Habana (12 de agosto de 1762), junto con la de la escuadra del marqués del Real Transporte, enviada para reforzarla, y en Oriente la de Filipinas, con la única compensación bélica de la conquista de la colonia portuguesa del Sacramento.

Finalizada la conflagración, organizó el Consejo de Guerra que juzgó con severidad a los defensores de La Habana que serían posteriormente indultados por el Rey.

El suyo llegó a ser uno de los mandatos de mayor duración de toda la historia de España (veintiún años), manteniéndose en él pese a discrepar con diversas resoluciones trascendentes tomadas en este período, como la entrada de España en la Guerra de los Siete Años y la expulsión de los jesuitas, decisión esta última de la que se le tuvo en total desconocimiento hasta estar consumada y llegándose al extremo de falsear el despacho de los buques de guerra encargados de trasladar y dar escolta a los deportados.

Por otra parte, las frecuentes y toleradas intromisiones del ministro Esquilache, secretario de Hacienda, en asuntos de Indias, y la creación del Correo Marítimo con las Indias (6 de agosto de 1764), que se sustrajo intencionadamente a su doble competencia en favor del secretario de Estado, Grimaldi, son muestra, tanto de las intrigas cortesanas como del talante conciliador del titular de Marina e Indias, pero merecieron la crítica de su tapado enemigo, el marqués de la Victoria, quien le tildó de “corazón corito y helado”.

A partir de 1763 llevó a cabo una política de cuidadosa administración de los recursos disponibles para conseguir superar las consecuencias de la derrota frente a Inglaterra, logrando desarrollar la Armada en un crecimiento sostenido, aunque se desatendió algún aspecto de importancia, como la formación de la oficialidad.

Decidido el arreglo amistoso de las desavenencias con el imperio de Marruecos, designó al jefe de escuadra Jorge Juan para encabezar la misión diplomática que finalizó con la firma de un tratado de paz (28 de mayo de 1767) que, sin embargo, fue incumplido en 1775 al intentar conquistar el sultán las plazas de Alhucemas, Peñón de la Gomera y Melilla, que pudieron salvarse gracias a la asignación de una división naval que las mantuvo socorridas y cuyos bombardeos obligaron al enemigo a levantar los respectivos campos.

Buen conocedor del corso mediterráneo, ordenó redactar y supervisó unas nuevas ordenanzas destinadas al fomento de esta actividad contra los ingleses (1 de febrero de 1762), y al objeto de reducir los costes y de homologar las piezas de artillería, las municiones y los pertrechos de guerra que cada buque del Rey debía portar, cuatro años más tarde publicó otras sobre estas materias (31 de diciembre de 1766), perfeccionadas en 1772.

Su actividad para frenar los ataques de los argelinos contra el comercio español y las costas mediterráneas fue constante y rindió notables frutos gracias a dos factores determinantes: la construcción por los astilleros reales de nuevos y grandes jabeques de guerra y la promoción personal de un gran marino práctico, ducho en la actividad anticorsaria, Antonio Barceló, frente a quienes no la deseaban por no proceder este jefe naval de la Academia de Guardias Marinas ni ser de origen noble.

La abolición en 1765 del sistema del puerto único de Cádiz, abriendo al tráfico entre España y América también a los de Sevilla, Málaga, Cartagena, Alicante, Barcelona, La Coruña, Santander, y Gijón, incrementó las relaciones americanas con la metrópoli y los sucesivos permisos de trata de 1768 y 1774, las comerciales entre las diversas colonias.

La posición de Arriaga fue lo suficientemente firme para no verse alterada por el motín de Esquilache, como tampoco lo había sido por los reales o imaginados intentos por reponer al marqués de la Ensenada en la secretaría de Marina e Indias, que habían acabado con el segundo destierro de éste en 1766.

En ese mismo año, los ingleses se establecieron en Puerto Egmont (Malvinas). Tras diversas dilaciones y en virtud de instrucciones de Arriaga, el capitán general de Buenos Aires, Francisco Bucarelli, envió una escuadrilla de fragatas con un cuerpo de desembarco que desalojó a los intrusos (10 de junio de 1770), incidente que hubiera desencadenado la guerra de haber contado España con el apoyo de Francia; al no ser así, se tuvo que acabar transigiendo con la ocupación británica. Con objetivos comerciales y científicos y para evitar situaciones como la anterior, se llevaron a cabo en América nuevos reconocimientos geográficos e importantes trabajos hidrográficos desde el Río de la Plata al estrecho de Magallanes, en las islas de Pascua, Tahití, Chilo y en la costa de California.

Durante el mandato de Arriaga, España pasó a convertirse en una potencia naval pareja a Francia, abandonándose el tipo de fábrica de buques preconizado por Jorge Juan y de inspiración inglesa, para adoptarse el sistema en vigor en los astilleros franceses, para lo que hizo traer al constructor François Gautier, nombrándole director general de construcciones y carenas e inspector general del Cuerpo de Ingenieros de la Armada del que fue fundador (10 de octubre de 1770) con competencia no sólo referida a la construcción naval, sino a las obras en astilleros, arsenales, fábricas y conservación de montes. Se estima que bajo la dirección de Arriaga se botaron setenta buques de guerra, de ellos treinta y tres navíos, y se constuyó en el rehabilitado astillero de La Habana el de mayor porte de todo el siglo, el Santísima Trinidad, de tres puentes y dos mil ochocientas toneladas.

A partir de 1771, frey Julián de Arriaga pasó a formar parte del Consejo de Estado, lo que permitió coordinar mejor la política interdepartamental, como se puso de manifiesto en la importante convención firmada con Francia, que regulaba la navegación y la entrada y asistencia en las aguas y puertos de ambas naciones (7 de febrero de 1775). Al año siguiente, reglamentó la actividad de los arsenales, a través de las primeras ordenanzas sobre esta materia, separando las funciones gubernativas de las meramente económicas, quedando las primeras en manos de los capitanes generales y solventando así la acre polémica preexistente entre los cuerpos general y de Ministerio (22 de agosto de 1772). Meses después instituyó las juntas económicas de los departamentos y apostaderos, lo que pronto permitió el estudio de las necesidades mensuales de acopio de material y trabajos a realizar.

En el último año de su mandato se produjeron dos acontecimientos de la máxima relevancia: la decisión del traslado de toda la infraestructura de la Armada a una nueva población que en honor al Rey recibiría el nombre de San Carlos, y la frustrada empresa de Argel. En el primero de ellos correspondió a Arriaga la iniciativa, la planificación y la decisión con la que Carlos III se conformó; en el segundo, su responsabilidad resultó compartida con el resto del Gobierno y el propio Monarca.

Pese a sus grandes esfuerzos en los preparativos de la expedición que desde Cartagena debía conquistar Argel, tanto respecto a la escuadra destinada a protegerla como a los más de trescientos transportes que hubo que fletar, fracasada ésta y desterrado su jefe el general O’Reilly, algunas críticas salpicaron injustamente a Arriaga como responsable del aparato naval, quien murió con esta amargura seis meses después. A su fallecimiento se separó la secretaría de Marina, en la que le sustituyó Pedro González de Castejón, de la de Indias, en la que José de Gálvez fue su sucesor.

Probablemente la mejor materialización de todos los años del gobierno de Arriaga la constituyó el magno y ejemplar arsenal de Cartagena, prácticamente finalizado ese mismo año de 1775, una de las mayores empresas acometidas por la Administración carolina, con sus famosos diques de carenar y su gran hospital, quedando solamente planificado su cuartel de presidiarios.

También contribuyó al embellecimiento de la ciudad que lo albergaba.

El baylío Arriaga creó las denominadas “baterías doctrinales” para el entrenamiento y formación del que desde la gesta del castillo del Morro de La Habana se tituló Real Cuerpo de Artillería de la Armada (1763); reglamentó las dotaciones de los buques; creó e impulsó diversas escuelas náuticas; redujo la escasez de marinería mediante la recluta de marineros malteses y del Cuerpo de Batallones autorizando el ingreso de extranjeros católicos; modernizó los arsenales con machinas de arbolar, bombas de fuego y sistemas contra incendios y fomentó el desarrollo de las fábricas de filástica y de betunes. Por todo ello, puede ser considerado uno de los artífices de la recuperación naval del siglo xviii.

Según informes del embajador inglés W. Coxe a su gobierno, Julián de Arriaga fue hombre seco de carácter, por lo que carecía de amigos; muy severo en materias de disciplina, pero justo a la hora de premiar los merecimientos. De muchas de sus actuaciones se deduce un marcado afán por dulcificar las penas de los forzados destinados a los trabajos de los arsenales de Marina, respecto a los que suprimió la cadena y la llamada “prisión de seguridad”. La novedosa introducción de máquinas para el desagüe de los diques parece responder más a un rasgo humanitario, que a cualquier otro criterio de orden práctico, ya que con anterioridad el uso incesante de las bombas manuales era uno de los más agotadores trabajos.

 

Fuentes y bibl.: Archivo Histórico Nacional, Órdenes Militares, San Juan de Jerusalén, Pruebas, exp. 23326; Archivo General de la Marina Álvaro de Bazán, Secretaría y otras secciones; Museo Naval de Madrid, Manuscritos; Archivo Nacional de Simancas, Guerra y Marina.

F. de P. Pavía, Galería Biográfica de los Generales de Marina, Jefes y Personajes Notables que figuraron en la misma Corporación desde 1700 1868, Madrid, J. López, 1873, págs. 92-99; C. Fernández Duro, Armada Española desde la unión de los reinos de Castilla y de Aragón [...], vol. VII, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1895-1903, págs. 187-188; C. Martínez- Valverde, “Arriaga, Julián de”, en J. M.ª Martínez-Hidalgo y Terán (dir.), Enciclopedia general del mar, vol. I, Madrid- Barcelona, Ed. Garriga, 1957, págs. 366-367; VV. AA., Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo Americana, vol. VI, Barcelona, Espasa Calpe, 1958, pág. 407; VV. AA., Antiguos Pasaportes de la Real Armada, Madrid, Sociedad de Bibliófilos Españoles, 1978 [su escudo de armas; también en la colección de Pasaportes del Museo Naval]; J. M. Cuenca y S. Miranda, El poder y sus hombres ¿Por quiénes hemos sido gobernados los españoles? (1705-1998), Madrid, Actas, 1998.

 

Hugo O’Donnell y Duque de Estrada

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